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Tribuna
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Contra el muro

Antonio Elorza

El episodio se repitió frecuentemente en la Alemania de los años treinta. Al producirse las agresiones nazis, muchos buenos ciudadanos -y por supuesto las autoridades conservadoras- eludían todo apoyo a las víctimas y buscaban cualquier pretexto para permanecer neutrales. Y nada de reclamar a los poderes públicos. Cosa de rojos, o por lo menos de quienes querían perturbar el orden de los buenos alemanes (o italianos, porque la inhibición estatal ante la violencia fascista fue un invento de la Italia giolittiana).Así que más valía aguantarse, para no sufrir males mayores. Los amigos de la librería Lagun -sí, los amigos de la librería Lagun, símbolo desde hace un tercio de siglo de la lucha por la democracia en Donostia-, por encima de cualquier diferencia política, pensaron equivocadamente que el asalto y la pira de libros hacía imprescindible un llamamiento que no podría ser desoído. Creyeron (creímos) que el destinatario lógico era el presidente de la Comunidad Autónoma, José Antonio Ardanza, y, por supuesto, la opinión pública; doble proyección que no ofrecía inconveniente alguno, ya que el texto carecía del más mínimo matiz agresivo, cualquiera que fuese la opinión de cada cual sobre la actuación de la Ertzaintza en el caso. Un grupo de intelectuales suscribió la Carta, que en su redacción conjugaba la denuncia de un evidente acto de barbarie, un llamamiento a la protección de los derechos individuales e, implícitamente, para quien supiera leer el texto, un respaldo a la autoridad del Gobierno Vasco para abordar el problema.

A la vista de lo ocurrido, ni el lehendakari Ardanza ni la dirección del PNV han sabido hacer esa lectura, prefiriendo volver una vez más a la actitud que adoptaran frente a la dictadura de Primo de Rivera, tan próximo por lo demás en lo que concierne a la descalificación primaria de los intelectuales: "Darle la espalda a la tempestad". Ni uno ni otra se detienen a examinar el fondo de la cuestión. Se preocupan, eso sí, de desautorizar con la máxima dureza a quienes se limitan a señalar que la tempestad está ahí. Los firmantes son "autodenominados" intelectuales y universitarios (como si un rector o un catedrático pudieran escapar de tal condición), vienen de Madrid (como si Venezuela fuera Euskadi), son gentes cercanas al PSOE (ejemplo, el que esto escribe) y, sobre todo, en buena proporción, son publicistas vinculados a Prisa. En unas declaraciones a Radio Nacional, Anasagasti desarrolló este argumento, insistiendo en que EL PAÍS venía desarrollando una continua campana contra el PNV.

De modo que en vez de hallar socorro, nos vemos encausados. Ello prueba, desgraciadamente, que el PNV, como otros partidos políticos españoles, es incapaz de asumir la más mínima crítica y recurre sin sonrojo a la teoría de la conjura. En este caso, además, con un grado de falsificación que roza lo grotesco y que es sólo propio de aquel que quiere aprovechar la ocasión ejerciendo de grupo censurante, para impedir o descalificar el discurso del otro. Nadie obliga a Ardanza, ni a Arzalluz, ni a Anasagasti, a leer EL PAIS, pero antes de decir que los firmantes escribimos al unísono o que rehuímos la condena de la maraña del Gal, o que no defendemos el Estado de derecho, hay que pasar por esa lectura. Lo otro es, triste resulta decirlo, lenguaje de la violencia. El que todos, y en primer término el PNV, deberíamos desterrar en el tratamiento de la cuestión vasca.

También prueba este episodio lo que viene justificando tantas censuras que recibe el PNV; el desajuste entre su política democrática y una acción nacional que no ha sabido liberarse totalmente de la lógica de rechazo visceral del otro, inscrita en el movimiento abertzale desde sus orígenes. Claro que no se trataba por nuestra parte de hacer experimentos propios de "intelectuales", sino simplemente de buscar el afianzamiento de la libertad. Así nos ha ido.

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