Primavera
Era el Día de Reyes, a eso de las tres y media de la tarde...A lo largo de toda la jornada anterior había estado nevando, pero no se trataba de la "nevada del siglo" ni tontuna semejante, cual comentarían enseguida los medios, sobre todo la tele, tan hiperbólica, sino de una nevadilla urbana densa, sí, pero cuyos copitos pigmeos y pusilánimes no cuajaban ni a la de tres sobre la calzada. Me pasé la mañana, por cierto, deambulando de acá para allá, y el pavimento estaba sólo mojado, no nevado, ni mucho menos helado, de modo que me causaba gran pasmo informarme a través del walkman de la titánica lucha que se estaba librando en aquellos precisos instantes, según algunas emisoras locales, para proteger al ciudadano del resbalón, el colapso circulatorio, el caos, el apocalipsis now. Miles, millones de toneladas de sal, equipos especiales de gladiadores luchando con dientes, uñas y maquinonas para librar a Madrid de la gran parálisis. Me pregunté, no ya por qué no enviaban un joven a la par que aguerrido reportero a la calle para contamos lo que sucedía, sino por qué no se tomaban siquiera la molestia de asomarse a la ventana del locutorio y mirar para abajo. Porque, insisto, no pasaba nada. Bueno, sí, hacía un feo y gris día de invierno y resultaba descorazonador pensar que acabábamos apenas de iniciarlo.
Pero volvamos a centrar la acción en el Día de Reyes. A la hora consignada, 3.30 pm, hacía sol, olía a roscón, no quedaba por la calle ni un alma, ni mucho menos un coche, resultaba tierno y entrafiable pensar en las familias cristianas concentradas en los hogares, los juguetes, la risa de los niños, la alegría preceptiva de los mayores, el banquete póstumo de las navidades, los últimos bogavantes y corderos, acaso el último abuelito, ingurgitados. Soledad y silencio en la vía pública. Mas, de pronto, bajando por General Yagüe, escuché una algarabía de gorriones sobre los tejados de la casa de enfrente y se me alegró el ánima, pues eran ya trinos "de bodas", como decíamos de pequeños. Juveniles, campanilleros, llenos de pujanza, deseo y esperanza. Es decir, apenas habían comenzado a crecer los días y decrecer las noches, en forma totalmente imperceptible para los toscos seres humanos, pero estos chicos habían recogido ya el mensaje en el fondo de su instinto: encontrábanse celebrando el advenimiento de la primavera. Contento, torcí por Teresita González Quevedo, más vacía que el desierto de Gobi aunque con alguna pequeña excepción, pues enseguida atisbé al palomo henchido, chulo y prepotente, persiguiendo, arrullando, acosando sexualmente, acorralando contra el muro de la iglesia de Santa María Micaela (sin acordarse para nada del sexto mandamiento, era obvio), a la única hembra visible de la especie en mil leguas a la redonda, modosa ella, casta al parecer, agobiada a todas luces por el asedio. Y lo primero que sentí, confieso, fue una segunda oleada de gozo y, en fin, solidaridad masculina: ¡cómo se lo estaba pasando este perillán, inmerso ya en su nube de lujuria primaveral, y lo que le quedaba por delante de coqueteo, pavoneo, magreo y al cabo coito, o "explosión amorosa", como dijo aquel malhadado tribunal! Segundos después de haber cerrado las admiraciones en mi mente, consciente de mi condición de bípedo superior y del agravio comparativo que aquel desgraciado me estaba infligiendo con su conducta desordenada, adopté la irrevocable decisión de suspender hasta nueva orden mi militancia humana, solidarizarme con el hermano pájaro y acogerme a los beneficios de la primavera off the record. Y no me pregunten cómo me va, porque he prometido a la madre naturaleza no contar ni un tanto así a los individuos de mi ex especie.
Claro que, como en algunos aspectos intelectuales todavía no he conseguido romper del todo mis nexos consuetudinarios, debo confesar que me fastidian bastante los métodos amatorios, por decir algo, del hermano palomo. Es un machista impenitente, un matón, un violador nato. ¿Es que no se da cuenta de que su técnica está obsoleta, es que nadie le ha hablado de la igualdad entre los sexos, acaso no se percata de lo ridículo de sus posturas, de lo pelma y amanerado que deben notarle sus víctimas?
Cierto, cierto, pero a mí que me quiten lo bailado: ¡es primavera!
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