El racismo como síntoma
Desde un punto de vista científico, el racismo es una doctrina absolutamente desprestigiada, casi una pura aberración. Sin embargo, ahí están todavía en el ambiente, vivos y coleando, sus temas y tópicos más socorridos. Ello invita a reflexionar. Ante todo, ¿qué puede entenderse por racismo? Digamos, en primera instancia, que el racismo es una doctrina según la cual las diferencias raciales determinan las diferencias culturales y justifican las desigualdades sociales. Bajo la vaga denominación de racismo encontramos así algunas ideas implícitas. Por ejemplo: 1) que los grupos humanos pueden diferenciarse en función de características genéticas; 2) que los factores genéticos sirven para identificar a las razas puras, y 3) que el comportamiento de los individuos viene determinado por los caracteres hereditarios, fijos y estables, correspondientes a las citadas razas puras.Ahora bien, lo primero que procede señalar es que las diferencias entre individuos concretos son siempre mucho más importantes que las que se encuentran entre grupos raciales. Existe unanimidad entre los especialistas: para la especie humana, el concepto de raza no sirve de gran cosa. En segundo lugar, hay que entender lo que ya es de Perogrullo; a saber, que no existen razas puras, y que, por consiguiente, la preocupación por la pureza de la raza no sólo es grotesca e inútil, sino también autodestructiva. En rigor, la pureza genética sólo se podría obtener a través de un programa de cría casi incestuosa, y que se continuase endogámicamente durante 20 o 30 generaciones. Y es obvio que para asegurar la fertilidad y la salud procede hacer exactamente lo contrario.
¿De dónde entonces la persistente ideología del racismo? En los términos en que todavía hoy se entiende, el racismo tiene una historia corta y reciente. Todo arranca en el siglo pasado de una mala digestión del darwinismo. Recordemos que el concepto clave del darwinismo es el de la selección del más apto. Los individuos mejor equipados para la lucha por la vida tendrían mejores oportunidades de transmitir su propio patrimonio genético a la generación siguiente.
Después de Mendel, el darwinismo fue objeto de importantes y conocidas precisiones: los seres sexuados no transmiten sus propios caracteres, sino los genes que gobiernan a estos caracteres; el valor selectivo debe atribuirse, por tanto, no ya a los individuos, sino a los genes que ellos llevan. Ahora bien, la confusión surge con la prolongación del darwinismo biológico en el darwinismo social.
Porque la misma naturaleza contradice la idea de una selección conducente hacia razas progresivamente más puras. En rigor, los mecanismos que actúan en la naturaleza no se encaminan a seleccionar al mejor y eliminar al peor (¿con qué criterios dictaminamos quién es el mejor o el peor?), sino a preservar la coexistencia durable de caracteres múltiples. En todo caso, lo que la naturaleza selecciona es lo contrario de la pureza: es la diversidad. No sólo la naturaleza, también la cultura, y a menudo desde condiciones darwinianas aparentemente muy desfavorables. Pongo por caso: los esclavos negros de Norteamérica, con folclor africano, doctrina bíblica, blue notes, campos de algodón, burdeles y otras disparatadas concurrencias, generaron la maravilla del jazz.
El caso es que el siglo XIX, centrado en la Europa imperialista, estuvo dominado por la idea de la supremacía de la raza blanca (con la escalofriante secuela de la superioridad de la religión cristiana que los misioneros se encargaron de propagar). Incluso escritores respetables como Kipling comulgaron con la idea de la superioridad del hombre blanco. Otros fueron más explícitos, y más grotescos. Es famoso un ensayo de Gobineau donde se expuso la idea de que la raza superior era la de los alemanes. Un inglés, H. S. Houston, casado con una hija de Wagner, expuso conceptos similares. En fin, ya en pleno siglo XX, Alfred Rosenberg proclamó la supremacía de la raza aria, inspirando las políticas racistas del nazismo. Pero ya sabemos en qué acabó todo aquello.
Hay que pensar, pues, que si el racismo pervive a pesar de su fulminante fracaso histórico es porque su problemática remite a otras causas. El racismo es un síntoma. Juegan, claro, las inercias de la historia; también la citada confusión entre lo biológico y lo cultural. Queda lo social. Cabe decir, por ejemplo, que el racismo es una manifestación particular de un fenómeno más amplio: la xenobia, el odio al otro en tanto e otro. Pero este odio procede también de problemas de abajo y desigualdad social. En cuyo caso, si la xenofobia no es tanto la frontera de la raza o de la religión como la el trabajo, el racismo no pasa e ser una mediocre coartada.
¿Qué hacer con el racismo? Es fácil condenarlo, es fácil incluso autoflagelarse con sentimientos de culpa. Pero, más que las palabras o las emociones, importan aquí las estrategias políticas. Es necesario incidir sobre los circuitos que autoalimentan la enfermedad. Así, por ejemplo, conviene entender que poner un énfasis exesivo en la propia identidad nacional / cultural puede generar odio al extraño. En cambio, si uno se siente a la vez ciudadano de su propia región y ciudadano del mundo, la apertura se produce más fácilmente. Por otra parte, los buenos sentimientos no deben conducir a una política suicida de inmigración sin reservas. Acoger inmigrantes puede resolver respetables situaciones individuales, pero a menudo sólo contribuye a empeorar la situación en los países de origen. A largo plazo, invertir económicamente en los países subdesarrollados resultará mucho más eficaz que todos los sermones antixenófobos.
En última instancia, la solución al problema del racismo está en el mestizaje. El mestizaje se vislumbra como un proceso tan inevitable como lento. El capital circula libremente por el mundo; la gente, no. El gran factor perturbador es el desequilibrio demográfico. Ya se sabe que la mayoría de los países del llamado Tercer Mundo tiene una población predominantemente joven, en tanto que las sociedades desarrolladas la tienen envejecida. La presión migratoria puede llegar a ser explosiva. En consecuencia, y aunque volvamos a Perogrullo, la solución al problema del racismo pasa por el diseño previo de este nonato "nuevo orden internacional que la famosa globalización económica está exigiendo.
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