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Arte pobre, memoria miserable

Desde la raíz misma de la vanguardias del siglo -desde las acciones futuristas, con su compulsiva exaltación de la existencia moderna, desde el dadaísmo, con el desenmascaramiento de su entraña irracional, y desde tantas otras militancias protéicas- la aspiración a disolver las fronteras entre el arte y la vida ha marcado con un sesgo inconfundible las ensoñaciones de la creación contemporánea. Y en ese anhelo, se enhebra también ese vértigo de revoluciones en el lenguaje, en la actitud hacia los soportes o en la concepción del objeto, con las que se abre un umbral infinito de materiales que adquieren carta de naturaleza poética en los dominios que caracterizan al arte de nuestro siglo.El llamado arte povera, desde la escena italiana de los años sesenta, al igual que otros muchos de los movimientos radicales que identificarán el panorama internacional de la segunda mitad del siglo, se definen por esa expansiva libertad poética que se apropia de toda suerte de materiales y recursos objetuales. Del, desecho a los componentes de manufactura industrial, de lo inorgánico a lo orgánico, esa voraz expansión tiende a alcanzar, por lo que parece, su límite más desasosegante y conflictivo, voluntario o no, cuando se acerca a la materia viva, precisamente aquella que mejor se corresponde con el límite poético que el artista aspira a disolver. El escándalo suscitado por Manzoni al vender sus propios excrementos enlatados, o por los rituales. de sangre y vísceras animales del accionista austríaco Hermann Nitsch, son ejemplos clásicos.

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Kounellis no ha sido el único en utilizar animales vivos en sus instalaciones o performances -baste con recordar el coyote que acompaña y nombra una de las acciones más hermosas de Beuys-, ni la deslumbrante epifanía poética del papagayo recortado sobre el fondo del lienzo el único caso en su obra, pues utilizó una docena de caballos en otra de sus instalaciones más célebres.

Tampoco este caso ha sido el único percance de su retrospectiva madrileña: sus clásicas obras con fuego ya toparon con las sacrosantas normativas de seguridad del museo. Pero, en todo caso, lo que en verdad causa estupor y escándalo es el hecho de que una institución, supuestamente destinada a reconstruir la memoria artística del siglo, no pueda o sepa defender su derecho, o tal vez su deber, a mostrar una pieza considerada ya un clásico de nuestro tiempo.

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