Librerías y libródomos
Contrariamente a lo que dicen sus detractores, acaso la de Estados Unidos sea la sociedad menos conservadora de la tierra, la que cambia más rápido, reemplazando sin muchos miramientos ni nostalgias las viejas instituciones, ideas, conductas y creencias por otras nuevas, y no siempre en razón del beneficio, aunque éste siga siendo -afortunadamente para ella- el Norte de su vida económica.La formidable movilidad de Estados Unidos, donde las fortunas individuales y empresariales se hacen y deshacen a la velocidad con que se derriban y remplazan los rascacielos de Manhattan resulta, en general, beneficiosa para el conjunto de los estadounidenses -gracias a esa capacidad de adaptación a lo nuevo del sistema, es el país desarrollado con menos desempleo y el que más oportunidades ofrece a sus pobres para dejar de serlo-, aunque, en lo particular, traiga consigo a veces algunas catástrofes. Pero, inútil hacerse ilusiones: lo que allí está sucediendo, con pocas excepciones, terminará por ocurrir en el resto del mundo, pues, hasta ahora, tanto en lo económico como en lo político y social -lo cultural es la excepción que todavía confirma la regla-, Estados Unidos, por lo menos en este siglo que termina, ha dado la pauta de la evolución de la humanidad.
Una de esas catástrofes -para quien esto escribe- es la desaparición de las librerías independientes, debido a la arrolladora competencia que les hacen las grandes cadenas o supermercados, como Dalton o Barnes & Noble, y los sistemas de venta de libros por correspondencia, que se han multiplicado de manera geométrica en los últimos años. Todavía tengo vivo y coleando el disgusto que me produjo descubrir que la librería de Scribner's, en la Quinta Avenida, ante cuyos elegantes estantes solía pasar una mañana o una tarde entera en cada visita a New York, la ocupan ahora los detestables colores unidos de Benetton. La impresión de sacrilegio fue tan grande, que, apenas desembarcado en Miami, corrí a Coral Gables a ver si algo parecido había ocurrido con otro local entrañable. No, felizmente Books & Books estaba aún allí, y mi amigo Mike Mitchell, su dueño, un librero a la vieja usanza, que lee y ama los libros, y aconseja y orienta a sus clientes, y organiza recitales, lecturas, firmas y debates de alto nivel en su hospitalario local, seguía resistiendo, sólo que ¿por cuánto tiempo más? No lo sabe, pero, en cualquier caso, morirá peleando. Ha abierto una pequeña sucursal en Miami Beach y adquirido un local contiguo, de modo que, además de humanidades en general, podrá ofrecer en el futuro, también, algo de libros técnicos. Sin embargo, sabe tan bien como yo que su profesión está en capilla y acaso morirá con él.
Desde luego que no es comparable, para el adicto, comprar libros en un local cálido, de proporciones humanas y abarcables, donde las existencias han sido ya previamente seleccionadas con cierta coherencia, información y gusto, que hacerlo en uno de esos helados y confusos libródromos donde lo que salta a la vista y agrede al comprador por todas partes es el libro-basura, el del consumidor pasivo y multitudinario, el idiota pavloviano de apetitos condicionados por la publicidad, en los que es imposible encontrar nada fuera de lo previsible, de los que ha quedado excluida de entrada toda pequeña joya exótica de interés particular -esa antigua edición, esa plaqueta o separata rarísimas, esa extravagancia impresa de circulación liliputiense- para dejar sitio sólo a lo que consume el mayor número.
Ahora bien, mal que nos pese, el tipo de librería que nos gusta a los adictos sólo es compatible con sociedades atrasadas y muy poco democráticas desde el punto de vista cultural, donde la lectura -y, por lo tanto, la producción y venta de libros- es un privilegio del que goza sólo una ínfima parte de la población. A medida que en ésta crece la alfabetización y la capacidad económica para adquirir libros, el librero -esa maravillosa institución- se vuelve alguien tan poco funcional y operativo como el zapatero y el sastre en sociedades donde todos se calzan y visten y la producción industrial de calzados, trajes y vestidos sustituye a la artesanal. En la actualidad, hacerse un terno o un par de zapatos a la medida y a mano es todavía posible, desde luego -en la aristocrática Savile Row londinense, por ejemplo-, pero pagando el doble o el triple de lo que esas prendas cuestan en un almacén. El equivalente de esos artesanos de lujo, para gente rica, que son los camiseros de Jermyn Street y los sastres y zapateros de Savile Row serán los libreros-anticuarios, vendedores de ese producto refinado, escaso y minoritario que es el incunable, o esos paupérrimos rematadores de libros viejos de los mercados, cuyo emblema son los bouquinistas de los muelles del Sena. Pero, mucho me temo que el librero promedio, esa querida figura sabia, bonachona, paternal, tan encarecida por la memoria de todos los adictos -hasta los de mi generación, al menos- a la que están asociados tantos movimientos, escuelas, tertulias y creadores literarios, tiene los días tan contados como la caballería militar cuando se inventaron los tanques de guerra. (Me alegra saber que no estaré presente en ese futuro mediato cuando se consume el aniquilamiento de la anticuada librería por el blitzkrieg del moderno libródromo).
Dos son los beneficios innegables que resultan para el consumidor de la implantación de grandes cadenas de distribución y comercialización: la reducción de precios y la diseminación de los libros. Gracias a su venta masiva, aquéllas pueden castigar en diez, quince y veinte por ciento el precio a que están obligados a vender las librerías independientes para poder sostenerse, lo que contribuye a poner el libro al alcance de lectores de menores ingresos. Y, algo importante, están en condiciones de llegar a lugares y sectores donde la librería tradicional no puede hacerlo, por los costos elevados que ello implica. También está probado que, gracias a la inversión masiva en publicidad que hacen, las cadenas han 'creado' lectores, acostumbrando a comprar libros a gente que antes de que ellas se les metieran a sus casas con avisos en radios, periódicos y televisión, no lo hacían jamás.
La contrapartida de esa elogiable masificación de la venta del libro es, por desgracia, la implacable eliminación que provoca del libro excéntrico y minoritario, aquel que, por sus dificultades formales o intelectuales, carácter experimental, agresividad, osadía o rareza, sólo llega a pequeños círculos de lectores. Y esos libros son a menudo los más originales y trascendentes desde el punto de vista artístico, los que revolucionan o inauguran una literatura. Los libros de Joyce, Beckett, Borges, antes de ser famosos sus autores, probablemente no hubieran llegado jamás a los lectores, pues son típicos autores de librerías, no de libródromos. Lo que significa, también -y es el aspecto más siniestro del asunto- que, en la era de los libródromos, aquéllos y todos los autores tan 'minoritarios' como ellos lo fueron en sus inicios, probablemente no hubieran sido nunca editados, pues ¿qué editor se atreverá en el futuro a publicar a autores que por su especial naturaleza ninguna cadena de venta masiva (que serán las únicas que existan) querrá distribuir? Esa situación podría enviar a la inexistencia, o al menos a las catacumbas, es decir al númeógrafo o a la circulación manuscrita, a la manera medieval, a géneros enteros, como la poesía y la filosofía. Y desaparecer, por lo tanto, igual que a los libreros, a todos los editores pequeños, donde se suele refugiar esa literatura difícil, 'culta', la de las exigentes minorías.
Hay quienes piensan que el antídoto contra el libródromo y sus avasalladoras consecuencias es el precio fijo de los libros, un precio fijado por los editores y que los libreros están prohibidos de rebajar. Este sistema, que impera en Alemania, por ejemplo, ha salvado en ese país a las librerías independientes de ser barridas por las grandes cadenas, las que, debido al precio obligatorio del libro, no tienen incentivo alguno para constituirse, o, si se constituyen, no pueden competir entre sí en lo que concierne al precio del producto que venden. El resultado de ello es doble y contradictorio: los libros alemanes son los más caros del mundo, comparativamente, y Alemania es el país con menos libródromos y más librerías independientes, como las que nos gustan a los adictos.
No es seguro que este sistema dure, sin embargo. La Unión Europea presiona para que desaparezca el sistema del "precio fijo" y también en lo reIativo a la comercialización de este producto impere la libertad de mercado, que favorece siempre al consumidor. El argumento de los libreros y editores alemanes es que, en el caso del libro, la competencia tiene lugar antes y en lo referente a la producción, ya que los autores eligen a su editor en función de las ofertas que reciben y los editores compiten entre sí para contratarlos. Y que la competencia en lo relativo a la venta tiene lugar en todos los otros aspectos del negocio librero, salvo en el del precio, gracias a lo cual se garantiza la supervivencia de esa literatura minoritaria, de alto, nivel y poca salida comercial, que iría desapareciendo si los libródromos coparan el mercado y mi amigo Mike Mitchell se quedara sin empleo.
Mi corazón está con los libreros alemanes y en contra de los horrendos libródromos, pero tengo la seguridad absoluta de que a la larga (tal vez, a la corta) seremos derrotados y que las confortables y amistosas librerías independientes no sobrevivirán, como no han sobrevivido las bodegas de abarrotes al desafío de los grandes almacenes ni los viajes en diligencia cuando comenzaron a pitar los trenes. Desde el punto de vista de la mayoría -que es el punto de vista de la democracia- es inevitable que la presión para que los libros sean más baratos y lleguen a más lectores, fortalezca y acelere el sistema de las cadenas, con su corolario, el enflaquecimiento y progresiva extinción de la librería tradicional, donde uno no iba a comprar libros, como va al supermercado, sino a verlos, olerlos, hojearlos, tocarlos, a conversar con el librero y a encontrarse con otros adictos. Todo indica que eso ya se acabó y que tarde o temprano se acabarán también los géneros literarios y los autores incapaces de llegar a un mínimo de un millón de compradores en una semana, que será el tiempo máximo de permanencia que tendrá un libro en un eficiente libródromo.
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