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Tribuna
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Haciendo amigos

Según cálculos de última hora, en Madrid existe una obra literaria inédita por cada 500 habitantes. Esto significa que sólo en el barrio de Tetuán pueden dormir 40 o 50 manuscritos condenados a la oscuridad. Un desperdicio imperdonable. Pero la cosa viene de atrás: dicen los entendidos que, en aquellos primeros tiempos de pieles, grutas y menhires, la vida humana era muy sencilla; durísima, pero sencilla. De noche, tras una jornada llena de peligros, los bípedos se reunían alrededor de una fogata y, con su incipiente vocabulario, analizaban los lances del día antes de apretujarse y caer vencidos por el sueño. Tal vez este ejercicio, en principio, sólo tuviera carácter defensivo y jugara a favor de la supervivencia, pero también debía de servirles de consuelo.El regocijo, sin embargo, como el desamor, es atributo imparable en el humano, y no debió pasar mucho tiempo antes de que se estableciera la costumbre de intercalar mensajes más frescos: el último resbalón del jefe, por ejemplo, la llegada de los mamuts a la explanada o el curioso sarpullido que lucía en la pantorrilla el pequeño de los Pómez. Y, con tales ingredientes, no es de extrañar que los más atrevidos empezaran a combinar ambos mundos, a urdir historias y a enredarlas por su cuenta con el acaecer cotidiano. Así debieron de surgir las gestas, las hazañas, los primeros mitos y también los trovadores, que en poco tiempo se independizaron de los cronistas y emprendieron su propio camino. Sey-service, que le dicen.

Pero el progreso aprieta de lo lindo, y un mal día algún enterado tuvo la idea de perpetrar un código mediante el cual retener las palabras en soporte físico: escritura, le llamaron, y sin duda resultó un gran avance para el desarrollo de la especie; pero, en lo que toca a la ficción, significó un desastre incalculable.

Quizá fuera alguien llamado Jabalí Atroz, el cacique de las canteras, el primero al que, se le ocurrió copiar, una de estas nuevas historias. Diez de sus picadores trabajaron día y noche y reprodujeron la obra en cien piedras planas; y para colocarlas mejor entre los trogloditas, a conejo el ejemplar, dejaron mensajes en los troncos de los árboles anunciando el producto. Como era de esperar, la operación fue un éxito: las historias se vendieron muy bien, se hicieron nuevas tiradas y, en pago a su traición, el escritor recibió prebendas especiales que, poco a poco, sin remedio, fueron separándole de los suyos. De repente se sentía mejor, se creía mejor; era, sin duda, mejor. Una cueva estupenda, seca, sin fisuras, con lecho de arena y magníficas vistas al valle terminaron de convencerle. Al mismo tiempo, avasallando, surgía una -figura demoledora: el editor. Miedo da sólo mentarlo. Incontables milenios transcurrieron hasta que cierto día apareció por allí un tal Gutenberg y terminó de averiarlo todo. Definitivamente, tras larga agonía, la literatura, que había nacido enferma, dejó de vivir. Desde entonces yace pálida, fría y amortajada -ella, sin embargo, se encuentra muy guapa- y hoy día sólo constituye un negocio de salón. El primitivo arte de contar cosas está en manos de unos cuantos operarios -financieros, editores, críticos, periodistas y, sobre todo, escritores- que, calladamente, sin grandes estridencias, cada uno en su puesto, mantienen erecto el tenderete. Nunca lo admitirán, pero ellos hacen posible que las obras literarias sean buenas o malas, triunfen o fracasen, dependiendo de los contactos, capacidad negociadora y nombre del autor. Y no por ellas mismas.

Que nadie se engañe: los escritores de hoy, los asentados, los que hincan el diente, por definición, son unos tramposos: ni son los mejores, ni los más sagaces, ni acreditan mayor talento. Eso sí: han sabido trepar, moverse, figurar o, en algún caso, atajar camino tras un desliz del azar. Así todo, las leyes de la probabilidad no perdonan, y de vez en cuando sale uno bueno, como le pasó a Borís Vian o a Gogol.

Escritores oficiales, sí. Microbios cósmicos que llenan de lamparones el universo de la fantasía. Ellos ocupan un espacio que no es suyo, y volvemos a Tetuán, donde tal vez duerman para siempre cuatro o cinco obras de pureza sin igual. En su día, las editoriales las rechazaron con una nota amable (casi siempre sin leerlas) y sus autores no tuvieron más remedio que acomodarlas en el cajón. Que el cielo confunda a los usurpadores; y a mí con ellos. Por imitamonos.

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