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El año de las privatizaciones

Joaquín Estefanía

La generación extraordinaria de ingresos para cumplir el criterio de déficit público -un 3% del PIB como máximo- indicado en el Tratado de Maastricht es la causa más directa de la oleada de privatizaciones de empresas públicas que empezará en Europa durante este ejercicio, por las que competirán entre sí los inversores. A estas alturas, casi nadie defiende las privatizaciones por criterios ideológicos, sino por necesidad; una de las excepciones inquebrantables a esta regla de lo práctico la constituirá sin duda Esperanza Aguirre, quien, en una entre vista a la revista Qué leer, hace gala reiterada de su ideo logismo ultraliberal cuando explica que los libros que lee una y otra vez, y recomienda, son Camino de servidumbre y La fatal arrogancia, ambos del ecuánime economista austriaco F. A. Hayek, partidario de privatizar hasta el cielo y el infierno.Afortunadamente, Rato y Piqué no son Aguirre, aunque aviados van los que dependan de la política cultural y educativa de esta última con tal rigidez liberal (y tan mal gusto literario). Los primeros han defendido el calendario de privatizaciones para 1997, que arrancará con Telefónica y que continuará con otras joyas de la corona como Repsol y una parte de Endesa, y a continuación Tabacalera, Argentaria, Transmediterránea o Inespal. Es seguro que permanecerán en el sector público las empresas con pérdidas multimillonarias, improbables de ser enajenadas. La piedra de toque del Programa de Modernización del Sector Público Empresarial, que aprobó el Gobierno nada más serlo (disolución de Teneo, reorganización de las participaciones accionariales mediante la creación de la Sociedad Estatal de Participaciones del Patrimonio, etcétera), será, pues, la privatización de casi el 21% que el Estado aún posee en Telefónica.

Telefónica va bien en Bolsa (el valor de la privatización rozaría los 600.000 millones de pesetas si se vendiese la acción al precio que tenía el día de la aprobación en el Consejo de Ministros), pero mantiene algunas incógnitas, empezando por la definición de su propio presidente de Gobierno, José María Aznar. Villalonga ha cambiado en muy poco tiempo dos veces al equipo de gestión de la compañía, alejando de su seno a los mejores artífices del éxito de Telefónica en los últimos tiempos -sobre todo en el exterior- para llevar a sus propios hombres, inéditos en el negocio telefónico; ha sufrido las dudas sobre la conveniencia de las alianzas internacionales (Unisource) y ha dado un serio patinazo -corregido por el Ministerio de Economía sobre el arbitrario método de compra y la no menos arbitraria cantidad a pagar por las acciones de Telefónica Internacional en poder del Patrimonio del Estado. Villalonga tiene que demostrar su madurez para gestionar el día a día de la compañía -no sólo para privatizar-, y ello es más difícil "que disparar a pichón parado", en palabras del director de El Mundo, su, sorprendente socio en la plataforma digital y su amanuense tras el viaje conjunto a los tigres asiáticos.

El éxito de las privatizaciones no se valora tan sólo por la cantidad de dinero que se logra a través de las mismas, sino también en relación a si la enajenación de empresas públicas contribuye o no a aumentar la riqueza neta del Estado. Yerra la política privatizadora si constituye una vía circunstancial para eludir o diferir la reducción de los costes estructurales del déficit público, en cuyo caso las privatizaciones únicamente son pan para hoy y hambre para mañana. Por ello, deben ir acompañadas de las reformas estructurales en la economía, que figuran en el programa de convergencia con Europa.

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