Israel, la catástrofe
La noche de las elecciones legislativas israelíes me acosté, como todo el mundo, con la certeza de que Simón Peres había logrado la victoria; al día siguiente me enteré de la apurada victoria de Benjamín Netanyahu. Fue un despertar brutal y doloroso, no sólo porque la derecha había derrotado a la izquierda: cosas así ocurren en todas partes sin que tengan mayor consecuencia, y hace muchísimo tiempo que me he curado de la idea de que la izquierda representa,. frente a los poseedores, al partido de la humanidad. Mi decepción y mi tristeza no eran sólo de carácter político. Tenía la sensación de estar viviendo una catástrofe espiritual.Sensación confirmada unas horas más tarde al escuchar Radio Shalom. Se trataba de un programa interactivo: los oyentes estaban invitados a expresarse, a preguntar y, si lo deseaban, a reprender a los periodistas de la emisora. Algo que hicieron en masa para transmitir su alegría, para reprochar a la prensa francesa y a las emisoras judías su parcialidad y para afirmar que no habían sido unas elecciones reñidas, porque, afirmaban uno tras otro, si se contaba el voto judío (y el voto judío es el único que cuenta en un Estado judío), a los dos candidatos les separaban casi 10 puntos. Y no hace falta decir, aunque si se dice mejor que mejor, que algunos oyentes sacaron como conclusión que, de haber ganado, Simón Peres habría sido elegido por los árabes, es decir, un primer ministro legal, pero en modo alguno legítimo.
Por decirlo de forma más cruda todavía, hoy hay fascistas judíos en Israel, pero también en EE UU y en Francia, fascistas que, como el presidente del Likud en Francia, con motivo de una recepción celebrada en Aquaboulevard en honor de uno de los jefes de la extrema derecha israelí, echan mano del extenso repertorio antisemita de los años treinta para describir el rostro de Yasir Aráfat. Unos fascistas que acuden a la manifestación celebrada en la plaza del Trocadero, tras los atentados de Hamás en Jerusalén y en Tel-Aviv, con una pancarta donde puede leerse: "Proceso de paz = Auschwitz", y que vociferan su odio hacia los otros judíos presentes en la explanada donde fueron proclamados los derechos humanos. Y fueron ellos los que mostraron su alegría y saborearon su revancha cuando se conocieron los resultados de las elecciones en Israel. De- ahí que podamos hablar de catástrofe espiritual.
Pero tampoco hay que ensombrecer la situación en exceso: no todos los votantes de Netanyahu son unos ideólogos; tampoco todos han sucumbido a las bajas pasiones. Se puede apostar con la seguridad de ganar que sin los repetidos atentados de febrero de 1996 los israelíes habrían renovado mayoritariamente su confianza no sólo en la paz -todo el mundo quiere la paz, incluso los partidarios más fanáticos del Gran Israel-, sino en la idea de que el único medio para lograr establecer la paz es la cesión de territorios.
Antes de los Acuerdos de Oslo, el enfrentamiento israelopalestino tenía lugar en Cisjordania o en Gaza y la seguridad reinaba en el interior de las antiguas fronteras de Israel. Desde que la paz está en marcha, la violencia se ha llevado hasta el corazón de Israel. Es esta paradoja insoportable la que ha llevado a muchos israelíes a desaprobar en el último momento al artífice principal del proceso de paz. El miedo, y un miedo muy comprensible, ha dictado su elección. No han votado a favor de los extremistas, han votado a favor de la seguridad. Este matiz es importante. ¿Pero es tranquilizador? Después de todo, los terroristas no atacaron en un momento cualquiera. Adversarios acérrimos del acuerdo, que lo que más odian es un enemigo moderado y dispuesto a la negociación, intervinieron en la campaña electoral mediante bombas. Tendieron una trampa. Lanzaron consignas de voto. No hay motivo alguno de regocijo porque hayan sido obedecidos de una forma tan dócil.
Pero, dirán algunos, la campaña electoral es una cosa y la responsabilidad gubernamental otra. Confiemos en el pragmatismo de Benjamín Netanyahu. Él, que habla inglés mejor aún que hebreo, no llegará nunca al punto de desafiar a la Casa Blanca. ¿No ha afirmado que cumpliría los compromisos firmados en Oslo y en Washington por el anterior Gobierno?
El pragmatismo es el sentido de la realidad. Sin embargo, existe una realidad poderosa con la que deben contar todos los Gobiernos israelíes: los, colonos y todos los que les apoyan. Estos vaqueros con metralleta y kipa no aceptarán sin chistar una cesión de soberanía real a Cisjordania. Todo el mundo sabe esto en Israel, y todo el mundo, tanto en la izquierda como en la derecha, está asustado por la decisión de los colonos. Tan asustados que durante mucho tiempo la intransigencia palestina fue considerada como algo caído del cielo o como una coartada providencial.
El rechazo árabe permitía aplazar hasta el día del juicio final el choque con el rechazo judío a la paz contra territorios. El gran valor de Isaac Rabin y de Simón Peres no es haberse arriesgado a negociar con un enemigo del que nunca estaremos seguros de que de verdad haya asimilado la existencia de Israel; es haberse arriesgado a un enfrentamiento violento con una parte de los israelíes. Este riesgo, Rabin lo pagó con su vida. Era tan consciente de ello que, a pesar de la conmoción general provocada en Israel por la matanza de Hebrón, no se atrevió en aquel momento a ordenar el desmantelamiento del asentamiento judío que vive allí en medio del odio y en pie de guerra.
No es ilícito pensar que el pragmatismo de Benjamín Netanyahu le aconseja en primer lugar no entrar en conflicto con quienes dudarían aún menos en recurrir a la violencia si por casualidad no cumpliera sus promesas electorales, dado que tendrían la sensación de haber sido traicionados. Además, nada indica que se haya imaginado siquiera elegir esta vía. El espectacular resurgimiento de los asentamientos judíos en las ciudades o barrios árabes, así como las masivas medidas de expropiación llevadas a cabo por su Gobierno, tienen como efecto, o incluso como objetivo, llevar a los palestinos a la desesperación, es decir, antes o después, a la lucha armada. Si el enfrentamiento,. reemplaza a la negociación y la furia destructora al espíritu del acuerdo, algunos, en Israel o en Francia, se volverán triunfantes hacia aquellos a los que ya llaman ingenuos y dirán: "Como veis, para nosotros sería suicida permitir la construcción de un Estado palestino".
Antes, a pesar de que apoyaba las aspiraciones de los palestinos, me costaba identificarme con su lucha. Esta dificultad no procedía sólo de mi preocupación prioritaria por el destino de Israel. La preferencia no excluye la imparcialidad. Es incluso lo contrario. Sencillamente, me chocaba el doble lenguaje de la OLP y, aunque comprendía el sentido' político de la Intifada, no veía, al contrario que los medios de comunicación, nada heroico, ni siquiera enternecedor, en una guerra en la que los soldados eran niños.
Todo esto ha cambiado con la actual política israelí: hay que sufrir esa incapacidad para salir de uno mismo que se llama racismo para no ponerse hoy en el lugar de los palestinos y comprender desde dentro su angustia y su desánimo. El sionismo no es contradictorio con el deseo de que se haga justicia con los palestinos.
La solidaridad con Israel cambiaría de naturaleza si aceptara, sin pegar un solo tiro, que la última palabra la tengan los vaqueros con metralleta y kipa. Pero ante el creciente descontento en Cisjordania y Gaza, la caída de las inversiones en Israel y la amenaza de una desestabilización regional, cada vez se habla más de la formación de un Gobierno de unidad nacional.
Para lograrlo, se cuenta con una Administración de EE UU liberada de la hipoteca electoral para imponerlo, con el célebre pragmatismo de Benjamín Netanyahu para llevarlo a cabo y con la consideración de que goza Simón Peres para calmar, gracias a su vuelta a los quehaceres de Gobierno, los recelos árabes.
Según se dice, ésta es la última oportunidad para el proceso de paz. Tal vez. Pero también es posible que la neutralización recíproca del Likud y de los laboristas termine por echar por tierra el crédito de estos últimos ante la OLP y conduzca al fortalecimiento de los partidarios del rechazo, ya que a los palestinos que nunca han deseado el acuerdo y a los que nunca han creído en él se sumarán los que, tras muchos años de demoras, de bloqueo, de concesiones mínimas, han dejado de creer en ello. Lejos de salvar la paz, la estrategia del mal menor corre el riesgo, a fin de cuentas, de favorecer la lógica de lo peor.
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