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Miseria de la cooperación

José María Ridao

Uno de los efectos colaterales que parece estar produciendo la aceptación general del discurso humanitario es el de trasladar la cooperación al desarrollo desde el ámbito de los imperativos éticos al de lo políticamente correcto, convirtiéndola en una referencia inevitable al abordar cualquier programa de acción que trate de hacer frente a los problemas de la inmigración o a las crisis políticas africanas. Lejos de constituir el éxito que muchos querrán ver en ello, la consolidación del discurso humanitario o, en definitiva, la consagración de un simple instrumento como algo virtuoso en sí mismo podría no alejar, sino multiplicar los riesgos de que la cooperación acabe sirviendo bajo banderas insólitas no sólo en los países receptores, como ha venido sucediendo en buena medida hasta ahora, sino también en los propios Estados donantes.A este respecto, no deja de resultar paradójico que, como quedó de manifiesto en el debate sobre la inmigración que se desencadenó el pasado verano, al menos una de las dimensiones del impreciso apocalipsis, cuyo inminente advenimiento ha predicado desde hace años el movimiento humanitario, coincidiera, finalmente, con el que anunciaba la ultraderecha xenófoba. La catástrofe migratoria que, propiciada por nuestra cicatería e insolidaridad, temían los unos no ha resultado ser así distinta de la que, desencadenada por la generosidad dispendiosa de nuestro Estado del bienestar, pregonaban los otros. De ahí que algunos Gobiernos europeos hayan podido recurrir simultáneamente, sin serios desgarros íntimos en apariencia, a dos medidas que deberían pertenecer a órbitas ideológicas distintas e irreductibles: intensificar las repatriaciones de ilegales e invocar la ayuda al desarrollo.

Lo llamativo en ésta como en tantas otras cuestiones no es que las actitudes Intolerantes expongan los problemas en unos términos que los reducen a una opción entre la ensoñación bienintencionada y el pragmatismo inevitable, sino que, renunciando a análisis audaces, a visiones que traten de ver en perspectiva, los Gobiernos y los sectores democráticos de la opinión se muestren perplejos ante las dudosas aporías que plantean las ideologías del entorno totalitario. Por lo que se refiere a la inmigración y su vinculación con el desarrollo, ¿qué significado puede tener la afirmación de que Europa. está al límite de la absorción de extranjeros? ¿Cómo se conjuga esa imposibilidad que se quiere casi física de dar cabida a más personas y el hecho de que exista un vigorosa oferta de empleo ilegal, precario y sin garantías para los trabajadores que lo aceptan? ¿Cuál es el primer valor que ha quebrado, haciendo posible la situación que vivimos en Europa? Cuando, al margen de su eficacia o ineficacia, se defiende el endurecimiento de los controles de frontera y, al mismo tiempo, la necesidad de repatriar a quienes, en respuesta precisamente a ese endurecimiento, optan por entrar ilegalmente, lo que se está presuponiendo es que lo que anima a tantos hombres y mujeres del Tercer Mundo a faire l'aventure es una esperanza infundada en una vida mejor y no, como parece comprobado, acceder a uno de esos empleos que los europeos rechazan no sólo por duro, sino también por mal remunerado y sin prestaciones. Desde el momento en que es posible concebir que, como viene sucediendo desde hace años en nuestras sociedades, un mismo trabajo reporte por vía de hecho un salario y una protección social diferente dependiendo del color o la nacionalidad de quien lo realiza, el principio que ha quebrado en nuestro suelo es el de la igualdad.

Frente a esta situación, las opciones no consisten ni en cerrar las fronteras, como pretende la xenofobia, ni en aumentar la ayuda al desarrollo, como exige el discurso humanitario: guste o no, la opción a la que nos enfrentamos no es otra que la de exigir las mismas garantías, muchas o pocas, para cualquier trabajador. En este sentido, atacar no la causa, sino los efectos que ha producido esa persistente quiebra de la igualdad en nuestras sociedades, ese tolerado y hasta bien visto contratar filipinas, negros o norteafricanos a bajo precio y de cualquier manera, supone un preocupante retroceso del pensamiento democrático no sólo porque renuncia a uno de sus valores esenciales, sino porque, al hacerlo, se ve inevitablemente abocado a penalizar a la víctima, a adoptar medidas propias del totalitarismo.

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Así las cosas, y cuando ya parecían apagarse los ecos del debate sobre la inmigración -cerrado probablemente en falso como sin duda el tiempo se encargará de demostrar-, la nueva tragedia que se desarrolla en la frontera entre Zaire y Ruanda vuelve a poner de actualidad el discurso humanitario. La cooperación al desarrollo sí que se presenta ahora como la más rentable de las iniciativas, puesto que, de incrementarse los presupuestos al ritmo que demandan aIgunos sectores, no sólo daría respuesta a las causas de la inmigración, sino que, además, actuaría como prevención de las cíclicas matanzas con que se viene saldando la lucha por el poder en África. ¿En qué piensan, pues, los que dudan? ¿Qué otro móvil sino el egoísmo o la ceguera puede mover a los que no se suman al coro del humanitarismo? ¿Cómo van a argumentar contra tanta evidencia? Se sepa o no, la cooperación al desarrollo no es un instrumento Inédito en África. Lo que en cambio sí permanece inédito es el reconocimiento explícito y sin paliativos de su fracaso. A este respecto, las actitudes oscilan entre el candor, el voluntarismo o la ceguera de algunas organizaciones internacionales, capaces de proclamar que el camino que resta hasta alcanzar el desarrollo es menor que el recorrido hasta ahora, y la de quienes admiten el fracaso no al objeto de cuestionar el sentido de lo que se ha venido haciendo durante cuatro décadas, sino con el solo propósito de encarecer las virtudes de una nueva o no tan nueva doctrina o aproximación.

Con todo, es probable que las raíces de la persistente ineficacia que ha demostrado la ayuda tengan más relación con el establecimiento mismo de los conceptos de desarrollo y subdesarrollo que con la cuantía de los recursos que los países ricos asignan al capítulo de ayuda. Mientras que la noción de desarrollo se refiere a una realidad económica minuciosamente delimitada y con una acusada carga positiva, el subdesarrollo sólo se puede definir como todo lo que no es desarrollo. Resulta por tanto indiferente que bajo esta categoría general, formulada además como problema por cuanto es la negación de un valor deseable, se escondan realidades tan diversas como esa clasificación que Borges dice reproducir de una Enciclopedia de conocimientos benévolos escrita en chino, y que distingue, entre otras curiosas especies, la de los animales que acaban de romper un jarrón o la de los que de lejos parecen moscas.

Por sorprendente que pueda resultar, cuando un donante, gubernamental o no, desembarca la ortopedia bienintencionada de sus medidas de ayuda en un país de África, la imagen de la realidad que le ofrecen sus instrumentos de análisis, basados en esa dualidad infinitamente desequilibrada de desarrollo y subdesarrollo, no deja de ser' tan insólita como la de la clasificación china a la que alude Borges. Existe una asimetría tan acusada entre ambos conceptos, son tantas las limitaciones epistemológicas que derivan del hecho de no conocer del subdesarrollo nada más que su condición de no ser desarrollo, que más parece un, término sin referente real preciso, un espejismo del lenguaje, que una situación específica en la que, como por una prodigiosa poligénesis, coinciden Ruanda y Perú, el Zaire y Sudán, la India y Haití. Desde esta perspectiva, no sería la in suficiencia de los recursos destinados a la cooperación lo que explicaría su fracaso, sino la radical ignorancia de las dramáticas realidades en las que se invierten.

Durante los últimos tiempos, mucho se ha hablado, y con razón, de la presencia de ánimo de miles de muchachos lanzados a combatir la pobreza en África. Mucho se ha elogiado también el auténtico impulso solidario y la excelente intención que los anima. Mucho se ha escuchado además sobre la necesidad de persistir, de no dejarse vencer por el desaliento, de darle un nuevo impulso a lo ya realizado. Mucho, en definitiva, se han ensalzado las grandezas de la cooperación cuando, en contrapartida, poco o nada se ha dicho sobre sus miserias. Criticar con rigor la cooperación, dejar al descubierto sus sobreentendidos e insuficiencias, puede resultar un desaire para tantos expertos y profesionales como ha generado el charity business, pero constituye hoy por hoy una de las pocas maneras de seguir defendiendo sin sonrojo la necesidad de establecer un nuevo orden internacional, un mundo más justo y solidario. Si algo cabe reprochar al movimiento humanitario es justamente el que considere que cualquier crítica al instrumento que es la ayuda debe ser interpretado, automáticamente, como una crítica al objetivo que es la equidad internacional. En el punto en el que se encuentran las cosas, puede, que la situación sea exactamente la inversa, y que la defensa del fin pase por expresar serias reservas hacia el medio.

José Marla Ridao es miembro del Comité de Ayuda al Desarrollo de la OCDE.

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