Navidades transgénicas
Treinta activistas de Greenpeace se manifestaban frente al Ministerio de Sanidad y Consumo para protestar contra la importación de soja transgénica. Iban de blanco, con una X radiactiva dibujada en el pecho, y daba miedo verlos, sobre todo si pensabas que tenían razón. Creíamos que la colza no era más que un aceite, pero es una moral, un modo de percibir el mundo, de estar en él, de tragárselo. Se han empeñado en llenar el ambiente de miles de colzas legales de cuyos efectos no se hará nadie responsable cuando estallen. Fíjense en la explosión de oscuridad que se produjo en Barajas, un aeropuerto transgénico también, una mutación de la arquitectura pública, del que los viajeros salen, cuando salen, como de un país en el que acabara de estallar la guerra. Alguien debería pagar por esa falta de previsión,' por esa chapuza continuada, por la tortura a que son sometidos quienes se ganan la vida viajando. Pero no: nos han hecho creer que Barajas es una catástrofe natural, un capricho de potencias telúricas que no podemos dominar tipo Alvarez del Manzano.La existencia de esa catástrofe aeroportuaria, sin embargo, nos hace perder la fe en los gobernantes, del mismo modo que. la existencia del mal nos lleva a desconfiar de Dios, que quiere lo mejor para nosotros, sin duda, pero no le sale. A nuestros políticos no acaba de salirles un aeropuerto, aunque hace años que estaba cantada su necesidad. Teme uno, pues, que si no son capaces de resolver algo tan previsible y fácil lo mismo han metido la pata en lo de Maastricht, cuyas malformaciones se dejan ver ya en las congelaciones salariales y en el malestar patente de toda la función pública de la que los ciudadanos dependemos.
Total, que entre unas cosas y otras no hay forma de recuperar este año en Madrid el espíritu navideño. Vas por el centro y está lleno de luces de colores, sí, pero no iluminan lo que tienen que iluminar, el corazón, sino los precios de las cosas inalcanzables; son luces frías, fuegos fatuos, en fin. Y luego están las tiendas de campaña del 0,7%, que te ponen un nudo en la garganta. Y los líos de la Audiencia Nacional, que parece un revuelto de fiscales y ajetes. Todo eso por no hablar de los acuchillados del fin de semana. Se está convirtiendo en una costumbre también esto del acuchillamiento, igual que los retrasos de Barajas. Así que cuando vuelven los hijos al hogar lo primero que hacen las familias es contar los ojales que les han abierto en el cuerpo. Vamos a ojal por día, a muerto por festivo; no sabemos para qué sirve la Delegación del Gobierno ni el Ministerio del Interior, igual que ignoramos para qué están las autoridades aeroportuarias, la autoridad monetaria, la ministra de Educación. También en la Autónoma hubo lo suyo esta semana ¡Con Esperanza Aguirre, que va de Christian Dior por fuera y de heavy metal con tijeras por dentro. La autoridad ha sido sustituida por una tribu urbana que rompe restos arqueológicos y recorta presupuestos de Educación salivando de gusto.
Así que tenemos por delante una Navidad transgénica también, al menos en Madrid, donde en las últimas semanas se están concentrando toda clase de mutaciones genéticas, de malformaciones atómicas que recorren su médula espinal desde la Audiencia a la Universidad, desde los bares de copas al aeropuerto. La importación de la soja radiactiva es la metáfora de un malestar cromosómico más general.
Todo esto era tan previsible como el apagón de Barajas, sobre todo considerando que la careta más vendida en la plaza Mayor durante las navidades del 95 fue la de Aznar. Lo malo de esta ciudad, si la cosa va a más, es que la evacuación por vía aérea no es posible. Tendríamos que acercarnos a la plaza Mayor para ver cuál es la careta más vendida este año, pero da miedo enfrentarse a esa premonición. Mejor quedarse en casa o acampar en la acera, junto a los del 0,7% que aunque no tienen lucecitas son hoy por hoy los únicos capaces de transmitir el auténtico espíritu de la Navidad. Amén.
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