El eje Washington-Berlín
Los franceses están descubriendo ahora lo que ya se figuraban desde hace unos años: que los más poderosos, los más incondicionales aliados de EE UU no son los británicos, sino los alemanes.Las últimas manifestaciones de esta sólida alianza son aleccionadoras. En primer lugar, a propósito de la OTAN. Los franceses creyeron poder contar con la adhesión de los alemanes cuando formularon la exigencia de colocar a las fuerzas mediterráneas de la Alianza Atlántica bajo mando europeo, dando a entender a los estadounidenses que, si se cumplía esta condición, Francia se reintegraría "completamente" en la Organización Atlántica.
La reacción de EE UU ha sido de las más vivas. El ministro de Defensa, Charles Millon, ha tenido que oír que era inconcebible que la Armada estadounidense pudiera estar bajo el mando de cualquier almirante español o... francés. Se han negado a tomar en serio esta exigencia, precisando que la OTAN se adaptaba muy bien al tipo de presencia-ausencia adoptado por Francia en la organización. Los alemanes, que prometieron su apoyo a esta demanda muy europea, aun a sabiendas de que sería rechazada, se han abstenido de dar a conocer a Washington su supuesta posición, e incluso han ejercido una presión amistosa sobre Francia en el sentido contrario. Jacques Chirac no ha insistido. Charles Millon ha realizado unas declaraciones retirando el requerimiento.
En el asunto del comercio con Irán y Cuba, los alemanes han negociado con los estadounidenses dejando de lado a los europeos, y en especial a los franceses. Es cierto que, en lo que concierne a Irán, se encontraban en situación de acusados. Las instalaciones industriales de Alemania en Irán no han dejado de multiplicarse, independientemente de los ucases estadounidenses y atlánticos o las recomendaciones europeas. ¿Por qué Estados Unidos parecía tolerar a los alemanes lo que prohibía a los otros Estados de Europa? Franceses y británicos han planteado la cuestión al gran tutor de Washington. Los alemanes han sido invitados a pronunciarse contra las "naciones terroristas" y han aportado datos precisos para justificar su importante actividad industrial y comercial con Irán. En este tema, EE UU ha aceptado mostrarse más flexible respecto a los otros europeos, en cambio han exigido -¡y conseguido!- que España, contrariamente a su tradición, comprometa sus relaciones con Fidel Castro. Han exigido -¡y conseguido!- que la Unión Europea establezca unas condiciones draconianas para cualquier ayuda económica a Cuba. La UE, dejando a un lado la solidaridad con el Papa, cuyo viaje a La Habana está previsto para dentro de poco tiempo, ha pasado a la acción debido a la discreta pero eficaz presión alemana.
En tercer lugar está la cuestión del segundo mandato de Butros-Gali, secretario general de la ONU. Estados Unidos sufrió un desaire cuando los 14 miembros del Consejo de Seguridad (los cuatro permanentes y los 10 no permanentes) manifestaron su oposición y se negaron a designar a otro candidato que no fuera Butros-Gali. Lejos de dejarse impresionar, Estados Unidos ha logrado convencer a los alemanes -y a los italianos- de que el Congreso jamás pemitiría a Bill Clinton reconsiderar su negativa a que Butros-Gali prosiga en el cargo después de diciembre, fecha en la que expira su mandato. Como los africanos han empezado a dividirse entre francófonós y anglófonos, y estos últimos no han admitido la exigencia francesa de aceptar sólo a un secretario general francófono, los alemanes han encontrado una oportunidad para apoyar discretamente a EE UU.
Por último está África. Estados Unidos sostiene que está dispuesto a consentir que el África francófona sea un coto vedado de Francia y de Bélgica, pero a condición de que sea un coto vedado. En Zaire, la situación es alarmante. Según ellos, el origen se encuentra en el hecho de que los franceses no han dejado de apostar por el presidente Mobutu, supuesto garante de la estabilidad tanto en su país como en los ocho países colindantes. Los estadounidenses, cuyos intereses en Zaire son enormes, consideran que Mobutu es el hombre más corrupto de África y que concederle apoyo equivale a desprestigiarse. No se puede decir que los alemanes aboguen sin reservas por la causa francesa, la cual, por otra parte, puede parecer indefendible.
¿Cómo explicar esta solidaridad entre EE UU y Alemania? Hunde sus raíces muy lejos, en la derrota nazi, en la reconstrucción de Alemania, en el muro de Berlín, en el discurso de Kennedy ("Ich bin ein berliner" -"Yo soy un berlinés"-), en la garantía ofrecida por EE UU de salvaguardar la seguridad de la República Federal ante la amenaza soviética, hasta llegar, por último, a la unificación de las dos Alemanias. Curiosamente, se ha pasado por alto una extraña declaración de Bill Clinton, unos días antes de su reelección. Al hablar de su "misión", atribuía a Ronald Reagan el mérito de haber provocado la implosión de la antigua URSS con la guerra de las galaxias, y al presidente Bush el de haber "creado las condiciones para la reunificación de las dos Alemanias". Clinton se incluía en esa estirpe para construir, por su parte, el puente entre el siglo XX y el XXI.
Es la primera vez que un jefe de Estado, para más inri estadounidense, señala la importancia del papel de EE UU en Alemania en esta época. Si en el Departamento de Estado se muestran sorprendidos, se debe sólo a la sorpresa de los europeos. Reconocen que Clinton no debería haberlo expresado con tanta crudeza, pero, después de todo, ¿acaso no hay que acabar con la hipocresía? ¿Qué es lo que ocurrió? Que Helmut Kohl, presionado por las reservas de británicos y franceses de un lado, los titubeos de Gorbachov de otro y, por último, por las necesidades de su política interior, vaciló a la hora de tomar la decisión histórica de acelerar y precipitar el proceso de reunificación. Fue George Bush quien, según las mismas fuentes, suplicó a Helmut Kohl que pensara sólo en Alemania y en la OTAN y que desatendiera, durante un tiempo, todas las demandas francesas respecto a la frontera polaca. De los soviéticos, es decir, de Gorbachov, él mismo, Bush, se encargaría.
Helmut Kohl sentía sin duda una verdadero y profundo cariño por François Mitterrand. Recordemos que fue el único jefe de Estado que rompió a llorar en Nótre-Dame el día de la celebración de las exequias del fallecido presidente francés. Era y sigue siendo el más europeo de los alemanes y el más ferviente partidario de una alianza franco-alemana. Pero a la hora de elegir, tanto por su bien como por el de su país, se acuerda de la ayuda de EE UU, decisiva para su país, fundamental para él. Su deseo es que Jacques Chirac no provoque una crisis gaullista con Estados Unidos. A este respecto es escuchado por los británicos, por los españoles y por los italianos. Cuando Europa esté construida, la autonomía económica se convertirá, tal vez, en una autonomía política, dicen los colaboradores del canciller alemán más. optimistas.
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