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El sentido global de los mercados

Joaquín Estefanía

"En su piso de Madrid un catedrátIco de Física navega por Internet buscando información acerca de dónde colocar unas acciones que posee del Manchester United, el club de fútbol más rentable del mundo, ya que necesita liquidez inmediata. A la misma hora, un joven matrimonio mexicano estudia con el ordenador las posibilidades de acceder a un crédito hipotecario en la banca japonesa -que tiene los tipos de interés más bajos- para financiar la educación de sus dos hijos en EE UU, ya que una buena formación es la mejor herencia que se les puede dejar. Más o menos al tiempo, un antiguo campesino chino, ex guardia rojo, explora en Macao con su PC la cotización de los grandes fondos de inversión para colocar en alguno de ellos buena parte de la fortuna conseguida con la formidable especulación inmobiliaria que ha tenido lugar en el Pekín posMao". "Setecientos mil refugiados, la mayoría de la etnia hutu, se pierden entre las fronteras de Zaire y Ruanda. Durante algunas horas las fotografías no los encuentran en parte alguna. Huyen del terror y del hambre. Casi dos meses-después del estallido del conflicto, la comunidad internacional no ha intervenido".

"La ciudad de los mendigos no figura en sitio alguno y, sin embargo, tiene más habitantes que Ávila y algunos menos que Zamora. Más de 55.000 españoles no tienen absolutamente nada: ni dinero para sobrevivir ni nadie a quien contárselo".

Cualquiera de estos ejemplos, tomados de los periódicos, representa la cara contradictoria del capitalismo de fin de siglo, caracterizado por la globalización de los sistemas económicos. Se trata de un proceso por el que las economías nacionales se integran en el marco mundial, de modo que su evolución dependerá cada vez más de los mercados internacionales y menos de la práctica política de los Gobiernos. Lo global es la referencia de nuestra época, el capitalismo del siglo XXI.

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El debate está abierto. Cada vez con más frecuencia se multiplican las reflexiones sobre las secuelas que para el bienestar de los ciudadanos conlleva la globalización. Que la misma está teniendo efectos muy beneficiosos para amplias zonas del planeta en las que, de seguir aisladas, no hubiera fluido nunca la riqueza, lo muestra la realidad; sin esta tendencia a la mundialización de las finanzas y los intercambios no habrían circulado los capitales necesarios para el crecimiento, ya que la endeblez del ahorro interno lo hubiese imposibilitado. España es buen ejemplo de ello.

Hay tres amplísimas regiones -que suponen el 50% de la población mundial- que se han incorporado en los últimos años a esa economía global: la mayor parte de Asia -incluidos los mastodontes chino e indio-, un gran trozo de América Latina y bastantes de los países de Europa del Este. Miles de millones de dólares entran y salen de los nuevos mercados y millones de personas se aprovechan de este orden económico. (Para que se sepa de qué estamos hablando: las transacciones financieras diarias equivalen, por ejemplo, a la producción de bienes y servicios de Francia en un año). En algunos de estos países se gastará, en el futuro inmediato y pese a todos los ajustes, mucho dinero en infraestructuras: carreteras, alcantarillado, teléfonos, instalaciones sanitarias ... ; durante los tres últimos lustros, la proporción de hogares con agua potable en el mundo ha crecido un 50% y la producción de energía y el número de líneas telefónicas se ha duplicado.

No es extraño, pues, que un liberal como Mario Vargas Llosa haya escrito: "Estamos asistiendo a un fenómeno extraordinariamente positivo, quizá lo mejor que le ha ocurrido a la humanidad en toda su historia, que es la internacionalización total del planeta, la disolución progresiva de fronteras en todos los campos, en lo cultural, en lo tecnológico" .

Pero del mismo modo que sería absurdo negar la existencia de lo obvio, es irracional ocultar las derivaciones negativas de la globalización o sus aspectos más inquietantes. Entre ellos las dudas sobre su compatibilidad con la profundización de la democracia, tal y como la conocemos: los Gobiernos libremente elegidos se muestran impotentes para reaccionar cuando una enorme masa de miles de millones de dólares se desplaza en su contra y afectan a la normalidad de una nación; no hay reserva de divisas que resista más de quince días seguidos el embite de los mercados. George Soros, el financiero que sacó en un día a la libra del Sistema Monetario Europeo, lo ha dicho con una extrema frialdad: "Los mercados votan cada día, obligan a los Gobiernos a adoptar medidas ciertamente impopulares, pero imprescindibles. Son los mercados que tienen sentido de Estado".

Además, la mundialización no es tal, puesto que todavía existen amplias zonas marginadas de la misma. Testificamos el espantoso drama africano, un continente con mil etnias, habitado por más de 700 millones de personas repartidas por 53 Estados, muchos de los cuales no conocen esos formidables flujos financieros ni el impulso de la revolución tecnológica. La globalización mutilada aísla también a los marginados de nuestras sociedades desarrolladas, cuyo número hace crecer la sociedad dual y cuyas posibilidades de promoción son escasas. El último informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo es demoledor para esa otra globalización: en la última década han crecido las diferencias entre los países más ricos y más pobres; unos 3.000 millones de personas viven ahora mejor que antes, pero otros 1.600 millones han sufrido la experiencia contraria y no pueden sostener que sus hijos vivirán mejor que ellos. El capitalismo del siglo XXI tiene una característica que le distingue de otras etapas: su legitimidad restringida; incluso quienes hacen su apología aceptan que seguirá habiendo capas de la población desprotegidas.

La resultante de la globalización es, como todos los procesos sociales, contradictoria.

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Hay una trampa dialéctica en valorar únicamente el riego de capitales y mercancías que comporta, o insistir tan sólo en las limitaciones a la democracia y a la cohesión social; ambas son visiones parciales. Tampoco es válida la ucronía del radiante porvenir que nos aguarda si aceptamos sin cambios la ortodoxia globalizadora, siguiendo el falso razonamiento que ya aplicó el socialismo real: los sacrificios de las generaciones presentes servirán para el progreso de las futuras. Ya sabemos su coste.

Para determinar la bondad de la globalización en los ciudadanos hay que combinar, a mi parecer, los tres vectores de una sociedad compensada: la competitividad de las empresas, el empleo de los asalariados y el Estado de bienestar de todos. Si cualquiera de ellos se desequilibra en detrimento de los otros dos, se rompe el modelo y aparece la crisis. La globalización crea unas élites que no sólo intercambian capitales o tecnologías, sino modos culturales universalizados; entre ellos, una idea común del progreso. Pero estas élites están claudicando ante sus consecuencias negativas (la desigualdad, el paro estructural, la pérdida de autonomía, la uniformalización ... ) al considerarlas inevitables, irreductibles. La resignación es la cuna de lo más funesto de nuestra época: el fatalismo. Hay que salirse de esta regla de juego para avanzar en la discusión.

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