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Tribuna:EL SISTEMA FISCAL
Tribuna
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La Agencia Tributaria, un barco a la deriva

En estos meses se está produciendo una vasta operación de relevo en los altos cargos, centrales y periféricos, de la Agencia Tributaría. Carezco de información y perspectiva suficientes para juzgar estos cambios. Entre los relevados figuran algunos de los más distinguidos sayones del terror borrelliano, y esto me satisface como ciudadano. Pero sería injusto generalizar: no todos eran sayones. La alternancia en el poder burocrático es un ejercicio higiénico. Pero acompasarla al ritmo de la alternancia en el poder político comporta el riesgo de politizar excesivamente la Administración. No me consta que así sea en este caso. Digo que es un riesgo.El problema del monstruo engendrado por el sueño de la razón llamado Agencia Tributaría no es un problema de personas. Es un problema de concepción, de la maculadísima concepción del engendro. Para empezar, las normas básicas que lo regulan son altamente sospechosas de inconstitucionalidad -y, por ello, jurídicamente vulnerables-, al haber sido introducidas en una ley de presupuestos, cuando nada justificaba esta forma de mayéutica parlamentaria extrauterina que ha sido explícitamente condenada por el Tribunal Constitucional.

Pero, sobre todo -y no me cansaré de repetirlo-, el mal está en los tres pilares sobre los que, en equilibrio inestable, se sustenta el monstruo, que constituyen una vergüenza para un Estado que se supone de derecho:

1. El sistema de financiación de la Agencia.

2. El sistema de señalamiento de objetivos fijados cuantitativamente.

3. El sistema de retribución de los inspectores.

Los funcionarios pueden ser éticamente intachables. Pero, objetivamente, el juego conjunto de estas tres, perversiones es una invitación permanente a la desviación de poder y al ejercicio de la extorsión sobre los ciudadanos.

Premisa: bajo la actual regulación de la Agencia, todos los inspectores, en todas sus actuaciones, incurren en dos de las causas de recusación contempladas en el artículo 28 de la Ley 30/1992:

-Tener interés personal en el asunto.

-Tener relación de servicio con persona jurídica que tiene interés directo en el asunto.

Esto no es una broma. Tengo depositada en un banco una barra de oro macizo de 24 quilates, de 47 centímetros de longitud y 1,5 centímetros de diámetro, que daré como premio a quien me demuestre con buenos argumentos jurídicos que la premisa anterior no es válida. Eliminaré automáticamente a los concursantes que me salgan con el argumento de que la Administración tradicional también tenía interés directo en los asuntos. En los países normales, el objetivo de la Administración es cumplir y hacer cumplir la ley, no maximizar la recaudación peti qui peti. En España, la Agencia tiene interés económico directo en los asuntos que gestiona, porque se financia en función de la recaudación que obtiene. Y esto -como ya hace años puso de relieve el profesor Ferreiro en un artículo memorable- contraviene el artículo 103 de la Constitución, según el cual la Administración servirá con objetividad los intereses generales.

Parece ser que el señor Borrell concibió el monstruoso engendro inspirándose en el funcionamiento de la Administración tributaría de Estados Unidos. El señor Borrell es una persona inteligentísima y muy preparada. Pero en su formación hay algunas lagunas, entre ellas ciertos aspectos jurídicos que, en su día, nadie se atrevió a explicarle.

En Estados Unidos, la Administración tributaría puede funcionar bajo reglas análogas a las de una empresa privada, sin contravenir principios constitucionales, porque su derecho está basado en el rule of law. Si el ciudadano no acepta la propuesta que se le formula, la Administración debe demandarle ante los tribunales de justicia, corriendo a cargo de ella la carga de la prueba. Mientras no haya condena de un tribunal, no hay que pagar un dólar. El ciudadano goza así de plenas garantías, por mucho interés que la Administración y sus agentes puedan tener en el asunto.

En España, como en el resto de países con derecho administrativo de inspiración francesa, la Administración goza del privilegio de que sus actos se presumen legítimos, y es el ciudadano quien ha de demandar a la Administración ante los tribunales de justicia. En España, además, para acceder a la tutela judicial hay que pasar antes por las horcas caudinas de unos tribunales administrativos no siempre imparciales. La contrapartida de la posición privilegiada de la Administración ha de ser la rigurosa imparcialidad de ésta, como postula la Constitución. Sí la organización y sus agentes son estimulados económicamente a maximizar la recaudación, las garantías del ciudadano se desvanecen.

Delenda est Agentia.

José Arias Velasco es abogado.

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