El precio de hundir los precios
Hasta quienes llevan años acusando al déficit público de todos los males de la economía española están de acuerdo en que el objetivo más difícil de alcanzar para entrar en la primera fase de la Unión Monetaria es el de la inflación. Objetivo que es móvil y se traslada hacia posiciones cada vez menos accesibles, porque los tres países de referencia, los más severos con sus precios, están superando los registros a la baja previstos inicialmente.La alta propensión a vivir inflacionariamente es uno de los hábitos españoles que, en esta Europa de comparaciones hechas doctrina, nos distingue de los países del norte, más apegados a la sobriedad que se le atribuye a la ética protestante. Aquí no sólo inventamos la inflación, sino que los precios han campado siempre por sus respetos en demasiadas actividades reguladas y al abrigo del mercado. Estos últimos meses hemos demostrado también, por si hiciera falta, que nuestra ancestral posición relevante en el grupo de los países menos aplicados en la materia está ganada a pulso: pese a los avances logrados, el diferencial de nuestra inflación respecto al trío de cabeza aumentó 0,3 puntos entre mayo y septiembre. Hasta Italia, paradigma de latinidad, nos está superando en el descenso convergente de los precios.
Con este amplio historial vírico no debería extrañarnos que, al vernos profesar ahora la fe deflacionista converso, más de un observador extranjero sospeche que, instantes después de realizar los "esfuerzos adicionales" que reclama el Banco de España para aprobar el examen de Maastricht, volvamos a revelar nuestras preferencias más íntimas. Y tampoco debería parecer fútil preguntarse aquí si España puede cumplir en tan pocos meses el requisito de inflación y si le conviene pagar ese peaje por el prurito de encaramarse al primer núcleo del euro. Por otro lado, no se trata de alcanzar a cualquier coste la tasa necesaria para superar puntualmente la prueba, sino de hundir la inflación estructural española para estabilizarla bajo su suelo histórico en un contexto de crecimiento sostenido y creación de empleo. La moneda única nos ayudará, ciertamente, a reducir la inflación, pero el reto no es una simple cura de rigor, sino un auténtico cambio cultural.
Ante un desafío colectivo de esta naturaleza, hay que evitar el peligro de hacerse preguntas equivocadas, del tipo de: "¿Estamos a favor de la estabilidad de precios, la fortaleza del euro, el equilibrio presupuestario y la construcción europea? ¿O estamos, por el contrario, a favor de la inflación, la debilidad del euro, el déficit público y el declinar de Europa?". La razón es obvia: al ser raro encontrar muchas personas que prefieran la desgracia a la felicidad, nos podemos introducir, alegremente, en una senda laberíntica en la que las palabras pueden a las cosas y los sueños a las realidades.
Las medidas que se proponen para romper el granítico suelo de la inflación española tienen tres vectores principales: reformas estructurales inmediatas, control riguroso de los costes laborales unitarios y severidad extrema en las finanzas públicas. La tarea no es sencilla: a la fuerte tendencia a perpetuarse que tiene cualquier tasa de inflación, se añade la circunstancia de que, cuando los precios van cayendo a niveles progresivamente más bajos, es una proeza conseguir reducciones adicionales. Las últimas gotas no son de sudor, sino lágrimas. Además, las famosas reformas estructurales están apenas esbozadas y no aportarán resultados inmediatos; el Presupuesto 97 está elaborado "al borde del optimismo", al decir de la élite empresarial; y los salarios "han entrado en un peligroso proceso de aceleración" (pese a la ola de frío que ha invadido las nóminas de los funcionarios), según reconoce el Gobierno.
Luego está el precio a pagar por doblegar definitivamente los precios. Porque, digámolslo claro: los costes de los procesos deflacionarios, especialmente si se conducen con políticas monetarias restrictivas, los pagan la actividad productiva y el empleo. Keynes ya advirtió de sus consecuencias en las empresas: "Los negocios modernos, que se desarrollan en gran medida con dinero prestado, tienen que verse necesariamente amenazados por una paralización a través de un proceso [de deflación] semejante. A todos les interesará retirarse por un tiempo, y si pensaban efectuar un gasto, les convendrá aplazar sus pedidos durante todo el tiempo que sea posible (...). Una expectativa probable de deflación es bastante mala; una expectativa cierta es desastrosa".
Evidentemente, la UME es más que una división acorazada contra la inflación, dada la trascendencia política del proyecto. Incluso debe admitirse y puede interesar el triunfo coyuntural de la política sobre la economía. Pero, como recuerda el profesor Torrero, "la realidad económica acaba imponiendo su lógica implacable en el largo plazo" (la reunificación alemana es el último ejemplo), por mucho que las decisiones políticas se adornen con apoyos técnicos prêt-á-porter. Modelos de esta índole hay muchos en el mercado: algunos señalan que no existe correlación positiva entre inflación y crecimiento (M. Bruno) o que es muy pequeña (R. Barro); otros recuerdan, aviesamente, que ningún país ha crecido tanto como Alemania y Japón, el dúo menos inflacionista, en los últimos veinte años. Viven también algunos partidarios de la inflación cero que juran no haber visto nunca una tasa de paro ligada a la evolución de los precios; pero son igualmente numerosos quienes piensan lo contrario y están convencidos de que la sinfonía Absoluta estabilidad de precios que interpreta la Bundesband no es una bendición del cielo, sino fuente de paro para los europeos (P. Krugman). En esta misma línea, no falta quien defiende que algunas medidas de lucha a muerte contra tasas de inflación inferiores al 3%-4% deberían presentarse al público con un cartel parecido al de los paquetes de cigarrillos: "Esta medida puede resultar peligrosa para la salud de la economía nacional y los intereses de muchos ciudadanos".
A la vista de todo lo anterior, no parece una frivolidad de economista pensar que reducir brusca y drásticamente una inflación moderada tiene costes en pérdidas de producción y empleo; ni resultaría incomprensible que los Gobiernos de países con larga tradición inflacionista se preguntaran si merece la pena apurar la hiel de un solo sorbo o conviene tomarse un respiro y atemperar los sacrificios. Quienes opten por la primera alternativa deben demostrar sus ventajas económicas, porque la cohesión social es también un importante factor, de competitividad y hasta los mercados pueden castigar la temeridad que supone el voluntarismo político poco apoyado en la realidad económica y los hábitos sociales. En definitiva, se impone una reflexión sobre nuestra capacidad de absorber las malsanas consecuencias de llegar sin resuello a la meta de Maastricht, sobre la eventual necesidad de un periodo de adaptación ("vísteme despacio, que tengo prisa") y acerca de los mecanismos de solidaridad que deben acompañar una Unión Económica y Monetaria que tantos españoles y europeos queremos, pese a, todo, duradera.
Roberto Velasco es catedrático de Economía Aplicada en la Universidad del País Vasco.
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