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Existe la belleza

Digamos que es la mañana de un martes de otoño no festivo. En los espacios verdes de Madrid sólo estamos los cabales. Momento óptimo para gozar de la belleza en plenitud, pues ya se sabe que ésta no gusta de las muchedumbres: ella es tímida y elusiva. Me encuentro ahora completamente solo, asomado al pequeño estanque del Palacio de Cristal. Los cipreses de los pantanos que crecen sobre las aguas, obedientes a la estación, han teñido sus copas de vivos colores ocre. Deben de ser de las pocas coníferas que pierden la hoja en invierno: dentro de un mes, sus ramas ofrecerán un aire espectral. Se mire como se mire, se trata de un árbol raro, con un peculiar ensanchamiento del tronco allá donde se sumerge, y en él se alojan los neumatóforos, que son sus pulmones. A través de éstos llega el oxígeno a las raíces. La pareja de cisnes negros, el cisne blanco y su reducido séquito de patos nadan grácilmente alrededor. Señoriales, deben creerse que están, por lo menos, en el Loira, o quizá en el Avon. Soy feliz como un tonto feliz, atravieso casi levitando la explanada de las ardillas y vuelvo a sumirme, sin prisa alguna, en la contemplación de las aguas del canalito, camino de la Rosaleda. Dos patos de cuello esmeraldino se lo están pasando bomba: bucean, emergen, se miran a los ojos muertos de risa (¡palabra!), vuelven a sumergirse y así sucesivamente, de modo que salgo del Retiro muy edificado.

No quiero que se me escaralle el éxtasis, de modo que penetro en el Botánico antes de que el tráfico y la realidad externa me contaminen. Veo el gigantesco olmo del Cáucaso acicalando ya su copa de bermellones y gualdas, como un autoárbol de Navidad, y a la delicada rhus copallina anadardiaceae, que ha teñido sus hojas color de vino rosado; ando y ando, miro y remiro. Una chavalita rubia, ojiazulada y foránea lee, sentada sobre un escalón de pie dra, junto a una de esas fuentes chata - s con e¡ surtidor, cuya música, al acercarme, comienza a llegar a mis oídos. Un gorrión gordote y sano como él solo, confianzudo, se está duchando bajo el surtidor. Al aproximarse el intruso, o sea yo, ni él ni la chavalita se espantan. Ella, por el contrario, eleva los ojos hacia mí, risueña, y dice hello! Son ya las tres de la tarde, y el jardín está desierto. Me encanta no producir recelo ni al pájaro ni a la niña: es como si todos fuéramos mas inocentes de lo que somos o estuviéramos menos asustados de lo que estamos. Conclusión: la belleza existe en Madrid capital, pese a quien pese y avergüenze a quien avergüenze.

Acaso en el campo tengo menos mérito, porque es "lo suyo", pero deseo consignar, por si alguien lo ha puesto en tela de juicio, que la naturaleza también hace allá de las suyas: seguramente no ha leído que los alcaldes de la Comunidad prefieren el asfalto, su peor enemigo, a cualquier otro bien, por lo que, impertérrita, se dedica como siempre a celebrar su fiesta del otoño. Las vacas cuerdas barruntan ya el invierno y sus mugidos van haciéndose más plañideros, pero allá en los pueblos del Guadarrama el champiñón se desarrolla furtivo y tierno bajo sus bostas, en la dehesa, mientras emergen en el monte los níscalos, escondidos también bajo las agujas de los pinos. Y en los prados estalla muy pujante esa liliácea que por allá llaman quitameriendas.

Flor humilde y ubicua, aunque tenga su nombre científico y todo, pues se llama culchicum antummale, por si les interesa el dato. ¡Y los árboles! Asómense a la fuente del Cura, en Miraflores, y contemplen la densa maraña dorada que desde allí se extiende hasta las cimas de la Morcuera. Mejor todavía, asciendan hacia ésta bajo la bóveda dorada de los robles, ¡ay, Carballeira!; desciendan luego hacia Rascafría protegidos por la misma cúpula; bifúrquense en dirección Alameda del Valle; den rienda suelta al éxtasis ante el esplendor áureo que rodea en estos momentos la posada de la Alameda; sigan a Lozoya; tuerzan hacia Navafría: es ya el apoteosis de los oros y los ocres, e incluso cuando penetramos en el serio y fresco reino de las coníferas continúa garantizado el fulgor amarillo en el contrastante sotobosque de helechos.

Sí, la belleza existe.

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