La insurrección de Budapest, disidencia de ayer y de hoy
Octubre y noviembre de 1956, el otoño que vio la revolución húngara y su represión, las imágenes de una Budapest sublevada, aplastada por el Ejército Rejo, a lmre Nagy y sus camaradas refugiarse en la Embajada de Yugoslavia, fusilados en alguna parte de Rumania. Una guerra fría que de repente se calentaba y corría peligro de extenderse. Todavía quedan testigos que nos recuerdan la amplitud e importancia de ese acontecimiento. Numerosas manifestaciones conmemoran estos días este 40º aniversario, recordando causas y efectos que la memoria parece relegar al pasado o abandonar a la historia.Algunos de nosotros, provenientes de la antigua Europa del Este, guardamos un especial recuerdo de nuestros compañeros, los disidentes del Club Petöfy, que dieron en Budapest tino de los primeros y más clamorosos ejemplos de una oposición intelectual activa, de su grandeza y de su miseria.
" ¿Dónde están los disidentes de antaño?". Cada vez que. vuelvo del "mundo ex", de ese territorio lleno de imprevistos que se extiende entre la ex Yugoslavia y del ex imperio soviético, oigo esta pregunta. La mayoría de los nombres que hasta ayer :Figuraban en las primeras páginas de la prensa occidental se pierden en el ruido y el furor de un "nuevo orden mundial", o, para ser más exactos, de los viejos "tiempos de disturbios" resurgidos de repente. Pocas de esas personalidades, sacrificadas y valientes, han sido "empleadas por la historia" (creo que fue Herzen el que usó por primera vez esta fórmula, aplicándosela a Bakunin). Constatamos, especialmente en 'Rusia, que la auténtica victoria ha sido la del aparato, la de la nomenklatura que mantiene sus posiciones la de los ex comunistas estalinistas que han cambiado de nombre más fácilmente que de mentalidad. Pero ya no se puede hablar del Este como de un conjunto, En Praga, Varsovia, Budapest, la situación es muy diferente de la de Moscú, Bucarest o Tirana, aunque persitan algunas similitudes.
En mi último viaje a Moscú y San Petersburgo, el pasado verano, quise ver a algunos amigos, perseguidos por el régimen anterior. Pregunté sobre la razón de su desaparición de la vida pública y política: "Su valor bajo el comunismo recuerda demasiado la cobardía de otros. Siguen siendo molestos". Parece como si, ante todo, se tratara de la incompatibilidad entre una rigurosa exigencia ética ("política apolítica", según palabras de Havel) y un ejercicio del poder que no puede renunciar a los compromisos. Pero hay más. La disidencia no constituía una auténtica oposición en el sentido europeo-occidental del término, pues el régimen bajo el que actuaba no toleraba oposición. Tampoco era una alternativa al poder: éste no aceptaba alternativa. Los disidentes estaban más predispuestos a contestar que a afirmar, a destruir que a construir. Se expresaban mejor mediante actitudes o tomas de posición que por reflexiones o programas. Estos últimos generalmente eran pobres y circunstanciales. Hoy parece instalarse, como sucesora de la ex disidencia, una especie animal que recuerda a las ratas que se agrupan y se libran a sus orgías, según la imagen apocalíptiea del novelista polaco, en lugares difíciles de definir: "sótanos, almacenes, graneros, basureros, vertederos, establos, cuarteles y prisiones, alcantarillas, garajes, [constituyen] otras tantas referencias de una nueva civilización en marcha" (A. Zaniewski). Esa imagen es evidentemente exagerada, pero la metáfora traduce bien el sentimiento de vivir una nueva vida con los despojos de la antigua al lado. Tanto más cuanto que las transiciones duran mucho más de lo previsto y las auténticas transformaciones tardan en notarse. Y cuando por fin se manifiestan, a menudo son raras y a veces incluso grotescas. En las dictaduras de ayer, la democracia, proclamada o prometida, aparecía casi siempre como un híbrido al que llamamos, hace ya algunos años, democratura.
No son las contradicciones, reales o aparentes, lo que falta en estas situaciones. Algunos ex comunistas han demostrado mucha más capacidad para organizar y gobernar que los líderes de la antigua disidencia. (Me doy cuenta de hasta qué punto la palabra líder es poco apropiada en este contexto). Gyula Horn -al que cito en primer lugar no sólo por el aniversario que provoca esta reflexión-, actual jefe de Estado húngaro, que fue acusado en el pasado de ser "policía bajo Kadar" y que dio un golpe' de muerte al régimen de Honecker en la RDA, disfruta de la estima de su electorado. No se podría decir lo mismo de otros dirigentes, aunque también hayan ganado unas "elecciones libres y democráticas": un Borís Yeltsin en Rusia, un Petru Roman y un llia Illescu en Rumania, un Vladimir Meciar que obró con éxito a favor de la secesión de Eslovaquia. Alexander Kwasniewski ha ganado a Lech Wallesa, líder de Solidarnosc, a pesar del apoyo que éste tenía de la Iglesia polaca.. Como se puede ver, el "mundo ex" es rico en paradojas.
"¿Dónde está la disidencia de antaño?". La cuestión sigue sin respuesta. ¿Quién escucha hoy a un Solzhenitsin que ha regresado a una Galilea que ya no necesita profetas? El recuerdo de Sajarov ha palidecido demasiado deprisa ("fue demasiado progresista", se dice). Trotski sólo tiene el lugar que le reservó Stalin, en el último círculo del infierno. ¿Quién lee hoy a Jan Patocka en Praga, donde se inspira su llamamiento a "una solidaridad de los quebrantados"? El principio esperanza de Ernst Bloch sólo interesa a algunos universitarios de Leipzig o Iéna. La nueva clase de Djilas ya no atrae a nadie en Belgrado, y Antun Ciliga vuelve a caer en el olvido en Zagreb. En Budapest, los "viejos textos" de Thibor Déry, que tanta resonancia tenían en 1956, o de Istvan Bibo, rompedor de los mitos de una Mitteleuropa evanecescente, probablemente corren la misma suerte.Pienso en esas nieves de antaño en un momento en el que tanto trabajo queda por hacer y en el que sigue pareciendo indispensable una nueva disidencia. Se da más de una alternativa desgarradora que se presenta bajo forma de obstáculos o trampas frente a diversas ideologías obsoletas y al temor que inspiran su arrogancia o su agresividad. Así, el pensamiento y la palabra crítica se encuentran presionados: hay que elegir entre silencio y obediencia, a veces también entre rechazo y elogio, o, en casos extremos, entre una rebelión desesperada y una aceptación humillante. El que intenta apartarse se encuentra a su vez "entre traición y ultraje". Si critica "a los suyos" se le califica de traidor, y de calumniador si hace reproches "al otro". Y cuando finalmente gana el cansancio y uno decide irse, la nueva emigración (menos disidente que la precedente pero más desengañada) escapa con dificultad a trampas o a obstáculos parecidos a los que acabo de evocar. Una postura entre asilo y exilio tampoco está falta de inconvenientes: el primero neutraliza nuestras tentativas críticas y el segundo las aleja. Y así, muchos de nosotros se pierden o se dispersan.
Los que emigraron tras la insurrección de Budapest tuvieron experiencias parecidas en un mundo diferente
al nuestro. Quizá sea el momento de recordarlo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.