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Tribuna
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Vida privada

Las tentativas de las figuras públicas para mantener su vida privada a salvo del ojo indiscreto de los fotógrafos y del oído chismoso de los reporteros suscitan inevitables conflictos entre el derecho de los medios a comunicar libremente información veraz y el derecho a la intimidad de las personas que juegan un relevante papel en el mundo de la política, los negocios o el espectáculo. La doctrina y la jurisprudencia de los Estados Unidos se han distinguido por la penetración de sus análisis sobre esos litigios, gracias seguramente a que la rica experiencia norteamericana sobre libertad de expresión incluye la sanción de los abusos de poder cometidos al amparo de esa noble bandera. Ese tipo de conflictos no plantea mayores problemas morales o jurídicos cuando el asalto a la vida privada de una figura pública se propone tan sólo acumular materia les para un chantaje; los extorsionadores que inundan últimamente los mentideros madrileños con rumores sobre la eventual difusión de unos vídeos difamatarios filmados ilegalmente contra altas personalidades de nuestra vida pública no pretenden suscitar un estimulante debate en torno a la libertad de información y sus límites, sino preparar el ambiente favorable para la perpetración de un delito. Hace poco mas de un año se libró una feroz batalla dialéctica orientada a discutir si las condiciones impuestas al Poder Ejecutivo por el letrado Santaella en nombre de sus clientes Conde y Perote (la asignación del sumario Banesto al juez Moreiras y el pago de 14.000 millones al ex banquero, entre otras exigencias) para devolver los documentos roba dos al Cesid apuntaban como objetivo de ese chantaje exclusivamente al presidente del Gobierno o también a las instituciones del Estado. Tras las elecciones del 3-M, la investidura de Aznar y la elevación del ángulo de tiro de las amenazas, ha quedado claro cuál es el destinatario de la extorsión; ya sólo queda por despejar el misterio de que esa banda de chantajistas ande tranquilamente por la calle.Otra noticia de actualidad permite afortunadamente trasladar el debate sobre el derecho a la intimidad de las figuras públicas desde el cuento de horror hasta la novela rosa, desde las tragedias de Shakespeare hasta las comedias de los hermanos Álvarez Quintero. La boda civil del vicepresidente primero del Gobierno, celebrada con asistencia del presidente Aznar, numerosos' ministros y una selecta selección de personalidades del PP, pertenecía en teoría al ámbito privado de Francisco Álvarez Cascos; en la práctica, sin embargo, los desposorios se desdoblaron en un acto público preparado dadivosamente por el Ayuntamiento popular de Córdoba y cubierto ampliamente por los medios de comunicación. Nadie lo ha escrito mejor que Maruja Torres: esa rumbosa boda por lo gubernamental, tan contradictoria con los llamamientos oficiales a la austeridad, ha proporcionado a las revistas del corazón la novedad de un enlace matrimonial de carácter privado realizado con gran despliegue de aparato público. La política de imagen del PSOE cometió enormes pifias, pero no sometió a los miembros de los sucesivos Gobiernos socialistas a la devastadora corrosión del ridículo.

Ni que decir tiene que los personajes públicos son muy dueños de exponer su vida privada a la curiosidad ajena y a la voracidad de las miradas extrañas. Sucede, sin embargo, que ese camino no es reversible por la simple voluntad del interesado; como señala la exposición de motivos de la ley de 19 82 del Derecho al Honor, a la Intimidad Personal o Familiar y a la Propia Imagen, el ámbito protegido por esa norma está delimitado "de manera decisiva" por el concepto "que cada persona según sus actos propios mantenga al respecto y determine sus pautas de comportamiento". Si el vicepresidente primero del Gobierno abre las puertas de la intimidad cuando las informaciones sobre su vida privada favorecen su vida pública ' ¿podrá cerrarlas cuando perjudiquen la carrera política de Alvarez Cascos?

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