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Tribuna
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El Planeta

Todos los años asistimos al prodigio del Planeta. Puede creerse, en apariencia, fácil la elección, pero nada es más complejo en sus trastiendas. Que el resultado se conozca de antemano no debe atribuirse a una burda maniobra de ocasión, sino, por el contrario, a una minuciosa operación de mercadotecnia donde la ingeniería del instinto y el dinero, la ponderación del gancho del autor y el ganchillo del texto convierten el fallo en una invención superior. Olvídense de la cultura estricta o simple. Lo que compendia el Planeta es un polinomio que desde la política a la sociología, la demografía, el dinero, el sexo y la intuición, destilan un producto aquilatado. No siempre acertaron los jurados, pero, sin variación, dentro de la cena final que se sirve el 15 de octubre se combinan elementos más sofisticados que los que la obra o rece en sí. El Planeta lanza año tras año no la mejor literatura posible, pero sí el más aproximado ADN social. El cuerpo lector es, en la deliberación anual, objeto de mucho análisis, y, de hecho, que pegue o no pegue el libro depende de haber seleccionado una cola esencial. Nada importa, en comparación a este hallazgo, si el libro es bueno o no lo es -unas veces lo es y otras no-, puesto que el lanzamiento no se refiere sólo aun libro. El libro es un como un paquete que encierra una proteica indagación de actualidad. Antes había Planetas de escritores anónimos y se quedaba a medias. Ahora, encarado el premio ante el gran público, sin cara no hay Planeta. La gente devora el lote de páginas sin separarlas del autor; se prepara un bocadillo con el papel y la carne del premiado a ver qué siente. Y, exactamente, la dificultad radica en que este postre de Santa Teresa logre, como las confituras en los hipermercados, sentar bien. Parece fácil, pero nada requiere tan alta pastelería en la nueva cocina editorial.

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