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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Expulsión del extraño

ALEXANDR LÉBED entró en el Kremlin como un cuerpo vivo, con un lenguaje nuevo, pero extraño. El organismo del Kremlin lo ha expulsado tan sólo cuatro meses después de su nombramiento como secretario del Consejo de Seguridad y consejero de seguridad nacional. Lébed no era compatible con el mundo de corrupción que impera en el centro de Rusia y contra el que se proponía actuar. El establishment compra tranquilidad a corto plazo. Pero poco más.Borís Yeltsin ha actuado presidencialmente: el que lo pone lo quita. Ahora bien, hasta qué punto la destitución decretada ayer refleja la fuerza de Yeltsin es un misterio; pues, paradójicamente, puede reflejar la debilidad de Yeltsin. No ya la debilidad física, que quedó patente en su patética intervención televisiva, montada a trozos, y sobre la que planea la operación cardiaca a la que ha de someterse sino su consecuente astenia política. ¿Quería Yeltsin librarse de Lébed -el cual, al fin y al cabo, parecía aspirar al poder sólo después de Yeltsin-, o se ha visto obligado a ello? ¿Lo hubiera hecho de no estar a las puertas de su intervención quirúrgica?

Lébed no le venía mal a Yeltsin, aunque éste nunca le otorgó funciones ejecutivas. Yeltsin utilizó el apoyo de Lébed -que quedó tercero, con un 15% de los votos, en la primera vuelta de las elecciones presidenciales- para salir victorioso en la segunda ronda. A cambio, le ofreció poder. Y Lébed -que nunca asumió que su posición oficial era tan sólo derivada del poder presidencial, cuasi absoluto en Rusia- empezó a utilizarlo como trampolín político con vistas a las siguientes elecciones, cuyo adelanto depende, ante todo, de la salud de Yeltsin.

La lucha por el poder entre los muros del Kremlin se aceleró a principios de septiembre, cuando se anunció que Yeltsin sería operado del corazón. Novato en los tortuosos pasillos de un Kremlin que siguen frecuentados por el espíritu de Rasputín, el ex general Lébed ha sido víctima de los que ya se reparten el poder en la Rusia actual y toman posiciones con vistas a ese incierto futuro posoperatorio. Llevan nombres propios: Chernomirdin, primer ministro; Chubais, jefe del Gabinete del Presidente, al que Lébed acusa de principal instigador contra él; Luzhkov, alcalde de Moscú; Kulikov, ministro del Interior, que acusó a Lébed de estar preparando un golpe de Estado. Más bien parece haber habido un golpe del Estado. Contra Lébed. Contra el que había logrado un acuerdo de paz en Chechenia con aires de capitulación. Contra el que denunciaba el deplorable estado de las Fuerzas Armadas soviéticas.

La destitución de Lébed no es buena noticia para el mundo europeo u occidental. En primer lugar, no resuelve ninguno de los grandes problemas que tiene la Federación Rusa en el terreno económico, social o militar. Incluso pueden agravarse si, por ejemplo, se retrocede en el proceso de paz en Chechenia y se reanuda la guerra abierta. Por Lébed, además, había comenzado a apostar la OTAN, que había encontrado en él un interlocutor realista y válido. Lo que muestra que los apoyos externos son, para la vida política rusa, inútiles o incluso, contraproducentes.

De lo ocurrido no cabe deducir que el ex general Lébed esté políticamente acabado. Es, en estos momentos, el dirigente más popular en la Federación Rusa. Lo acontecido ayer puede engrandecer su imagen de independiente, pacificador y reformador. Probablemente, como anunció, se dedique a construir su propio partido político. Pero todo esto le servirá sólo si la democracia avanza en Rusia. Y lo sucedido ayer muestra más bien que no es así.

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