Beatus Ille
La vega de San Martín es la fértil vega del Jarama que proporciona a los a in horticultores de sus riberas hasta cuatro cosechas al año. Sin embargo, cuando a un taxista madrileño, prototipo urbano por excelencia, el viajero le dice que se dirige allí su primer comentario suele ser: "Va usted a los desguaces ¿verdad?" Los cementerios de automóviles se su ceden a ambos lados de la carretera en el camino que conduce a la villa. Para llegar a ella hay que dejar la congestionada autovía de Andalucía de la desviación de Pinto e internarse en las llanuras de la comarca de La Sagra, sagra que viene de agro, campo cultivado, aunque esta característica no se perciba a primera vista en los alrededores del pueblo. Los desguaces, las fábricas de cemento y las de muebles de cocina y baño dan la falsa impresión de que estamos llegando a uno de esos núcleos híbridos de la población, subsidiarios de la gran urbe y cada día más alejados de su pasado rural y agropecuario. Quini oferta más de mil vehículos muertos de cuyas entrañas puede el cliente rescatar, a buen precio, cualquier pieza que necesite trasplantar a su viejo auto móvil renqueante para dotarle de una nueva vida. Quini, El Pibe, El Choque campos de chatarra y el polvo gris de las cementeras, campo yermo en el que asoman algunos cañaverales que advierten de la presencia de tierras más húmedas y fértiles.Cuando el viajero entra en el pueblo no tarda en darse cuenta de su error de apreciación, apenas existen bloques de pisos, sino casas con un máximo de dos alturas, muchas con trazas de casas de labranza con sus patios y sus corrales, caserones manchegos de paredes encaladas que se apiñan junto a la plaza mayor, solitaria y silenciosa al atardecer de este primer viernes de otoño. En la plaza reside la casa consistorial renovada que conserva su antigua portada del siglo XIX con la imagen de su patrón, San Martín, a caballo, en el trance de partir su capa con un menesteroso para vestir al desnudo que es una de las obras de misericordia. Frente al Ayuntamiento un moderno y amplio centro de salud de muros blancos sobre los que campea un reloj inmóvil que ha detenido su tiempo dentro de su esfera.
No se ve un alma por estas calles, para encontrarlas hay que caminar unos pasos hacia la sencilla iglesia con contrafuertes de fortaleza sobre la que acampan las palomas. A un lado del altar mayor un adolescente dirige el rezo del santo rosario, titubeante ante el coro de rezadoras. En uno de los altares laterales, una mujer se afana preparando el trono de la virgen del Rosario para la procesión del domingo. Por su antiguo privilegio papal, la cofradía de Nuestra Señora del Rosario, fundada en 1531, la segunda más antigua de la Comunidad de Madrid, celebra su fiesta el primer domingo de octubre saltándose el calendario. La bien plantada talla de la virgen con su melena natural acaba de dejar su retablo. La talla y el retablo constituyen los principales tesoros artísticos de San Martín de la Vega. Para corroborar su criterio, la cofrade que se ocupa del arreglo del altar llama la atención sobre los méritos del dorado y barroco, altar recientemente restaurado, una obra de pequeño tamaño y gran mérito de la Escuela Madrileña, realizada por Pedro de la Torre en el siglo XVII. Sin dejar su labor, nuestra informante narra la historia de los santos del pueblo con la familiaridad de quien trata con ellos a diario. Su patrón oficial, el caritativo San Martín vive en un cierto ostracismo desde que fue desplazado, vía milagro, por San Marcos el Evangelista, cuyo símbolo, el león alado figura entronizado en el escudo de la villa. Para dar con la clave de la sustitución hay que retroceder al terrible año de la langosta cuando los afligidos agricultores no sabían a qué santo quedarse para que les librara de la plaga y se dedicaron a sacar en procesiones rogativas a todo el elenco celestial del que disponían. Fue San Marcos, un santo forastero, el que obró el milagro. Cuando el cura elevó la hostia en una misa dedicada al evangelista, las langostas elevaron su vuelo y dejaron de castigar los campos sanmartineros. No sabemos cómo se tomó San Martín esta usurpación de patronazgo que concedió a su rival los privilegios del amoroso culto de los naturales de la zona. San Marcos tiene su nueva ermita a las afueras del pueblo y está representado en una imagen tallada en madera de uno de los olivos locales. Talla nueva que sustituyó a la que ardió en las hogueras deja guerra civil y que le representa con su emblemático y fiel león de compañía. Cuando llega su fiesta, en abril, San Marcos deja su ermita y pernocta en la parroquia pagando un duro en concepto de posada. En las fiestas de San Marcos se subastan las ofrendas de espárragos, corderos y palomas cuyos beneficios se dedican a las necesidades de su culto.
Buena parte de los 8.600 habitantes de San Martín siguen dedicados a la agricultura. "Los mejores espárragos de Aranjuez son los de aquí" se jacta nuestra piadosa y anónima guía que alaba también sus rozagentes lechugas y sus patatas. San Martín, nos dice, quiere seguir siendo de la Vega y sus pobladores miran con cierta desconfianza la iniciativa de instalar en sus alrededores un gran parque temático y comunitario que transformaría su apacible modo de vida. San Martín de la Vega tiene uno de los términos municipales más extensos de la provincia de Madrid y es un pueblo horizontal y amplio, cuajado de parques entre los que destaca el dedicado a Tierno Galván, a las afueras del casco, donde chapotean centenares de patos herederos de los que repoblaron el Manzanares. El parque aún no se ha repuesto del todo de una reciente inundación, el agua aflora incontenible entre cañaverales formando extensas lagunas, un sencillo monolito recuerda al viejo profesor entre los sauces, los álamos y una gran variedad de arbustos.
Los focos se encienden sobre los campos y las pistas del moderno polideportivo y en las calles del pueblo los jóvenes celebran que por fin ya es viernes. Lejos del estrés urbano y apegados a la tierra, los sanmartineros parecen un pueblo civilizado y feliz que se resiste a ser urbanizado y colonizado por el monstruo que ruge apenas a veinte kilómetros de sus fronteras.
San Martín de la Vega no quiere parecerse a las ciudades dormitorio que conforman el cinturón de la capital. Podría decirse que sufre el complejo de Peter Pan, que se niega a crecer incontroladamente porque sabe que el crecimiento desmesurado es un cáncer devastador, una metástasis que minaría su personalidad rústica y apacible. Para algunos vecinos su pueblo ya ha crecido demasiado en estos últimos años, y tienen miedo que iniciativas en principio positivas como la del parque sean un cebo demasiado goloso para especuladores sin escrúpulos, contenidos ahora por una normativa municipal que limita la altura de las tradicionales viviendas de su caserío. Hasta hoy la villa ha permanecido casi intacta bajo la protección de sus santos patronos y con la bendición de sus cosechas. Libre de las asechanzas del mundo y de los demonios de un progreso mal entendido. La tentación de la carne acecha a las afueras del pueblo en el terreno baldío de las cementeras y los desguaces donde brillan, multicolores y mortecinas, las luminarias de un club de carretera. Prémonición de otras formas de vida que no han conseguido traspasar las invisibles murallas que rodean y preservan a San Martín de la Vega.
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