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Maastricht y Majestic como metáforas

Tanto los acuerdos del hotel Majestic de Barcelona entre el PP CiU, como el de Maastricht entre los Estados europeos, me parecen un buen sintoma o metáfora de cómo van a evolucionar las cosas en el próximo futuro. A producirse, tales acuerdos parecieron más bien modestos compromisos. Para muchos, supuso la renuncia a una certaine idée que ellos se habían hecho de la rápida consolidación política de Cataluña o de Europa. A mí, en cambio, me parecieron cambio radicales no tanto por lo que decían o declaraban como por Io que, de hecho, posibilitaban. Empecemos por el Majestic y por el menos trascendental de los cambios producidos.Parece que el citado acuerdo está posibilitando la transformación de la derecha española en algo más informal y homologable. No sin cierta condescendencia, mucha gente de izquierda se lamentaba de que a la democracia española le faltase una alternativa de derecha moderna y creíble. Pues bien, ahí tienen la del PP haciendo sus pinitos. Y, por lo visto hasta la campaña electoral, no parece que esta derecha hubiera sido capaz de encontrar en su fuero interno las energías para tal reconversión. La necesidad resultó para ella virtud, y quince días de conversaciones con "los catalanes" le hicieron cambiar más su lenguaje que quince años de postfranquismo. ¿Que se trata sólo de un obligado cambio cosmético de lenguaje? Quizás sí. Pero yo pienso, con Pascal, que "para creer, lo mejor es empezar a tomar agua bendita". Y de momento el PP ha empezado ya a tomar plurinacionalidad por un tubo. (No pienso, en cambio, que para CiU el pacto resulte tan obviamente rentable, ni tampoco fácilmente explicable a sus votantes).

En segundo lugar, y más sustencialmente, las cosas han cambiado con la cesión "meramente" económica en la recaudación de impuestos, o la "meramente" simbólica en el control del INEM o de la policía de carreteras. Ambos acuerdos son un decidido paso en la deconstrucción del Estado que hoy conocemos: de un Estado moderno que había conseguido la lealtad e incluso la adicción de los súbditos gracias a su monopolio de la violencia y de la benevolencia legítimas (fuera de él, en efecto, la recaudación era expolio, y la protección, gangsterismo). Este es el monopolio que desde el acuerdo del Majestic, en un sentido, y desde los acuerdos de Maastricht, en otro, parece empezar a disolverse. Cierto que, puestos en la disyuntiva, tanto el Estado español como los Estados europeos prefirieron hacer concesiones económicas antes que propiamente políticas: abrir "sólo" el Mercado para mantener la integridad del Estado; ceder en la moneda única o en la recaudación múltiple para sostener la soberanía política. De lo que no se daban cuenta, y comienzan ya a notar, es que estas cesiones han de acabar de hecho cuestionando su soberanía mucho más que las genéricas declaraciones del federalismo.

Pero vayamos por pasos. He sugerido que la lealtad de los súbdidos al Poder se asienta en los dos pilares que han venido dotando hasta hoy al Estado de una ambigüedad notable y una capacidad de seducción terrible: su autoridad o fuerza coactiva y su maternidad o fuerza redistributiva y protectora. Pues bien, sin grandes alardes, declaraciones ni alharacas -en un estilo que Narcís Serra inauguró en nuestro país-, estos son los dos pilares que los acuerdos del Majestic comenzaron a socavar: 1) el pilar de la Autoridad fiscal y policial, con la cesión de la capacidad tributaria, y la aparición de Mossos d'Esquadra en carreteras o puertos, correlativas a la desaparición de los gobernadores civiles y la progresiva disolución "profesional" del Ejército Español; 2) el pilar de la Maternidad protectora, con la asunción progresiva de la seguridad pública y la directa participación en los mecanismos redistributivos que protegen al ciudadano frente a la pobreza, el futuro o la adversidad. Es en ambas direcciones que el nacionalismo catalán asume ahora metas y objetivos que le alejan definitivamente de un eventual complejo de Peter Pan, es decir, de la adicción a la minoría de edad.Lo descrito hasta aquí no es más que la anécdota o coyuntura por la que decidí empezar. Veamos ahora si ésta nos sirve efectivamente de metáfora o ejemplo para mostrar que la legitimidad política se basa precisamente en los dos pilares apuntados antes. A saber: la autoridad coercitiva de un Estado severo y "castigador" y la maternidad benefactora de un Estado protector y benevolente.

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1. Es un hecho que el poder genera no sólo temor sino incluso devoción. Es un hecho, también, que la obediencia es adictiva. Los mecanismos psicológicos de este proceso, en el que no me detengo aquí, han sido diversamente descritos o analizados por Kierkegaard (Diario), Walser (El sirviente) y Festinger (El principio de la disonancia); y por la Boêtie (Tratado de la servidumbre voluntaria), Canetti (Masa y poder) y Stuart Mill (Sobre la libertad) en su aspecto social y antropológico.

Hoy todo el mundo habla del síndrome de Estocolmo que desarrollan los rehenes respecto de sus raptores, pero ya Stuart Mill había descrito el fenómeno entre los señores y sus esclavos o entre el Estado y sus súbditos.

2. El otro aspecto o pilar es el de la maternidad beneficiente y protectora. La legitimidad del Estado, la devoción e incluso adicción de los ciudadanos hacia él, se fundó primero en la protección de la integridad y la propiedad individual que sólo él garantizaba; y luego, con el Estado del bienestar, en la protección frente al paro, la enfermedad y el desamparo de la vejez.

La cosa, según nos dicen los antropólogos, viene de lejos, y coincide exactamente con la aparición de las primeras formaciones de tipo estatal. El remoto origen del Estado (o de la "política") estaría según ellos en el paso de las "sociedades de subsistencia", donde cada individuo o grupo produce e intercambia con los otros sus bienes (a menudo en forma de regalos cruzados), a las "sociedades de redistribución", donde un cacique se alza con el poder de recaudar y luego redistribuir entre sus súbditos los bienes acumulados. Los criterios o justificaciones del nuevo reparto pueden haber cambiado desde entonces: "linaje", "justicia", "protección social", "solidaridad interterritorial", etcétera. Pero sea cual fuere este criterio, lo seguro es que el receptor nunca podrá devolver el don o "favor" recibido, lo que le constituye en un crónico deudor. Poderoso, decía Marcel Mauss, no es sólo ni tanto el que nos quita como el que está en condiciones de darnos algo que no podemos corresponder, y nos obliga a una permanente gratitud.

Desde esta perspectiva, no ha de extrañarnos la reconocida tendencia de todo sistema político a estimular o incrementar artificialmente el número de subsidios y de transferencias. Ello puede conseguirse, por ejemplo, subvencionando con el bajo precio de los productos agrícolas a los habitantes de la ciudad, los cuales a su vez subvencionan a los agricultores con el bajo precio de los fertilizantes o las exenciones a las cooperativas. Así, en el límite, se puede acabar subvencionando a una persona con la misma cantidad que se le ha cobrado por impuestos y nada habrá cambiada. Nada, como subraya G. Zaid (El progreso improductivo), sal

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Viene de la página anteriorvo la exigencia de una mediación "política" entre él y sus necesidades. Al decir esto, entiéndase, no pretendo negar que pueda haber otros criterios, razones y principios morales que operan en la redistribución. Pero sí afirmo que existe también un interés particular del Estado (y un interés corporativo entre los políticos) en reforzar la situación de la que extraen su poder y su legitimidad.

He apuntado que éste es el segundo gran pilar o mecanismo psicológico en que se basa la lealtad de los súbditos del Estado moderno: la protección que prodiga y la dependencia o incluso adicción que genera. Es este un papel en el que eventualmente podían hacerle la competencia las fuerzas no democráticas -los caciques locales o las mafias transnacionales- pero que nadie parecía discutirle hasta ahora. Nadie, ni tan solo los pueblos o naciones sin Estado que reivindicaban autonomía lingüística o cultural, pero que temían quedar contaminados si reivindicaban también las figuras del policía represor o del recaudador de impuestos. Pues bien, esto es lo que parece estar cambiando, y con ello la tradicional y caricatural división de papeles entre el Estado como Democracia benevolente y la Nación como Identidad absorbente. Salvador Cardús (La vía política) sugiere avanzar en esta vía y dar un paso más: poner como prioridad la construcción de la nación política que naturalice la construcción de una identidad lingüística o cultural y su adhesión a ella: "Contra la evidencia política dominante", escribe, "creo que es más fácil en Cataluña ser independentista que ser catalanista".

Observemos ahora el panorama desde el otro lado, desde el Estado, que nos ofrece la imagen especular y complementaria del mismo proceso. El moderno Estado del bienestar se fundó ciertamente en la oferta de protección y redistribución, pero ni el origen del Estado ni lo que hoy parece su destino y tendencia se orientan en este sentido.

No hay que ser muy marxista, en efecto, para reconocer que el Estado "burgués" no surgió frente sino al servicio del Mercado: para ofrecer el marco físico, legal y administrativo que garantizara el tráfico mercantil. Se trataba ante todo de garantizar la seguridad en las carreteras y circuitos comerciales frente a los bandoleros, la acuñación y homologación de las formas de pago frente a los "señores" o la ejecutabilidad de las letras de cambio que hasta entonces sólo la firma de un cura garantizaba (de ahí, como señala Max Weber, que tantos comerciantes venecianos tuvieran en su nómina más o menos negra un sacerdote-firmante-de-confianza).

Colbert y el mercantilismo pusieron ya de manifiesto que el mercado no era el enemigo sino, al contrario, el producto y cuidado del Estado. Un hecho que desde entonces no ha dejado de hacerse más y más explícito en la medida en que el Estado ha ido interviniendo en la reconversión de los sectores en crisis, la cualificación profesional y laboral, la demanda de bienes improductivos, la formación de los salarios, etcétera.

Lo malo (o lo bueno, según) es que el mercado y la finanza se han globalizado, mientras que el Estado pretende seguir ejerciendo del protector apegado a las más rancias estructuras de su soberanía territorial. De modo que si antes fomentó el mercado por activa, ahora fomenta su absoluto predominio por pasiva. ¿Cómo refunfuñar y quejarse del "pensamiento único" del mercado, cuando es ante todo la incompetencia de los Estados para evolucionar y estar a su altura lo que ha entregado al mercado el aparente monopolio de la racionalidad y la eficacia? Un monopolio que el Estado sólo recupera en parte al ir cediendo a sus departamentos estrictamente económicos lo que era antes propio de los ministerios económicos. (Para ejemplo un botón: el tratado entre EE UU y México no fue ya negociado y decidido por el Departamento de Estado, sino directamente por el Departamento del Tesoro). A todo ello, la fácil y retórica salida de la izquierda es declarar, como Alain Touraine, que "adecuar la economía y la sociedad nacionales a las exigencias de los mercados internacionales es de derechas", mientras que de izquierdas será, sin duda, reclamar el "retour de l'Etat protector". Con lo que la cosa rezaría así: "allí fuera, a la intemperie, mundo, demonio y carne; aquí dentro, la madre en Estado". O dicho en otros términos: el Estado mononacional como única defensa frente a la voracidad de las Empresas multinacionales.

Tal como van las cosas, esta pretensión no es ya ni tan sólo política, es simplemente lírica. ¿Quiere decirse con ello que hay que dar por sentada la incompetencia del Estado, y cederlo todo a la "lógica" del mercado -complementada, en todo caso, por la "inspiración" de alguna secta o iglesia evangélica? No, no se trata de eso. Pero sí de reconocer que, al quedar desfasado el Estado nacional se está legitimando la vuelta a aquellos criterios como "menos malos" a la hora de regir el destino del ahorro, la moneda o incluso de la ciencia.

¿Quién no prefiere confiar el valor de su dinero a la ortodoxia de un Banco Central relativamente autónomo, que entregarlo a los avatares del calendario electoral cuando no de la demagogia de un gobierno que tiende a jugar con la inflación y el déficit en función de las consultas a corto plazo? La ortodoxia de un Bundesbank deviene así la Razón cuando el mundo político ha perdido el Sentido Común. Y si para el Ahorro es más de fiar el Mercado que el Estado, también para la Ciencia han sido a menudo más de fiar instituciones no estatales que, como las universidades e incluso las iglesias "tratan al menos con riesgos y políticas a largo plazo". ¿No es acaso significativo que tanto Norbert Wiener como Albert Einstein, de quien son estas palabras, acabaran sosteniendo que las iglesias y corporaciones tradicionales pueden ser hoy más idóneas que los Estados nacionales para asegurar la utilización de los avances científicos en beneficio del mundo y las generaciones por venir?

Parece pues que el tempo y escala de los problemas que de verdad nos afectan no se corresponde con la segmentación que resulta de esos "territorios mutuamente excluyentes" que constituyen los Estados europeos. La amenaza que tales Estados perciben puede ser la creación de entidades políticas nuevas por encima (Europa) o por debajo (Cataluña) de ellos.

Pero el descentramiento de su soberanía o la desnacionalización de su territorio es un proceso que actúa ya desde tiempo, y que el acuerdo de Maastricht no ha hecho sino sancionar. Hace ya mucho que el mercado financiero y el stock market han generado sus propios sistemas e instancias legales (la International Commerce Arbitration, la Debt Security, la Franchising Rule) que utilizan foros distintos de las Cortes de Justicia nacionales, y que están constituyendo ya "sistemas de gobierno sin gobierno". Por no hablar del FMI, el GATT o el WTO (World Trade Organization), que imponen políticas de austeridad y cuestionan incluso las leyes laborales o de medio ambiente dictadas por los Estados nacionales.

Ahora bien, estas siglas o topónimos -FMI o WTO, Maastricht, OTAN o Breton Woods- no son emblemas del bien ni el mal, de la salvación o la perdición de los países. Representan simplemente un nuevo modus operandi que rompe con la moderna idea de soberanía territorial exclusiva. Manhattan o la City de Londres tienen más que ver con la idea de la Ciudad Estado que con la del Estado nación. El espacio electrónico virtual que fija al minuto las paridades en el mercado de moneda extranjera -y que mueve un trillón de dólares al día- se parece más a una sociedad nómada que a un ministerio tradicional; la Unión Europea habrá de ir tomando rasgos más parecidos a una Liga Germánica o hanseática que a una asociación de Estados soberanos; el modelo de la ex Yugoslavia para una eventual coexistencia de lenguas, naciones y religiones distintas es más el Imperio austro-húngaro que el Estado nacional; las instituciones y pactos europeos de geometría variable como Schengen son más parecidos a las koinomías descritas por Aristóteles (con objetivos limitados en el espacio y en el tiempo) que a los pactos regidos por el ius gentium romano... Esto es, en resumen, lo que apuntó F. Sassen y recoge ahora The Economist: el Estado moderno parece ir quedando fuera de juego como resultado de procesos que él mismo propició.

El Estado ya no es el que puede quitar y dar según decida como hizo mientras fue depositario de una soberanía territorial a la vez intensiva y extensiva, es decir, económica y militar, dadivosa y coercitiva. Y no es de extrañar que, como consecuencia de ello, los partidos o los gobiernos vayan adquiriendo los mismos hábitos "particularistas" de las corporaciones con las que supuestamente tenían que lidiar en aras del interés común.

Craxi o Andreotti, Filesa o el GAL son muestras de cómo la corrupción se alía ahora con el corporativismo, el dogmatismo ideológico e incluso el terrorismo de Estado. Esto por un lado. Por otro, muchas naciones que piden ahora el reconocimiento internacional como Estados no lo hacen tanto para acceder a la precaria soberanía que los Estados conservan, como para protegerse del genocidio o extinción por la que se ven a menudo amenazados, y de los que sólo su reconocimiento internacional en Naciones Unidas pueden en cierto modo resguardarlos. Armenios y bosnios, macedonios, kurdos y saharauis saben bien lo que les ha costado no tenerlo. Pero fuera de este reconocimiento como interlocutor internacional, la eficacia de los Estados modernos disminuye a ojos vista, y cada día será menos capaz de compensar -no digamos ya de competir- con las reglas del mercado global o tan siquiera con las del europeo. Aquí, para seguir creyéndose y proclamando su "soberanía" los Estados han tenido que inventar un barroco eurolecto para nombrar -o eventualmente camuflar- lo que de verdad está ocurriendo en Europa: "Unidad Disyuntiva", "Geometría Variable", "Convergencia", "Subsidiariedad", "0pting in" "Opting out", etcétera.

Lo que sí existe es un mercado europeo, y eventualmente mundial. Lo que está por inventar es un eficaz sistema de respuesta, control y legitimación de este mercado: algo que vaya más allá de ese OPNI (objeto político no identificado) que es todavía la Unión Europea. Un sistema que ha de vencer la inercia y reticencia estatales para hacerse más complejo, fluido, y mantener así cierta competencia. Para ello, a las circunscripciones territoriales habrá que añadir otras funcionales cuyo ámbito será distinto según se trate de problemas de seguridad o de tráfico, de comercio o de medio ambiente. Los núcleos de agregación deberán ser también supra o subnacionales para poder gestionar eficazmente, cada uno a su nivel, los problemas de la fiscalidad, la policía o las comunicaciones. Y así sucesivamente.

Pero vimos al principio que el mito y prestigio del Estado soberano -como el de Dios- se basa precisamente en lo contrario: en la exclusividad de sus poderes y en la pluralidad de sus atributos. De ahí que la sola pérdida en Cataluña de algunas competencias relativas a la coerción fiscal, el control policial o a la prestación de servicios sociales, suponga ya un primer paso en el proceso de deconstrucción del Estado. De un Estado, para usar la terminología de Compte, que está aún en un estadio positivo más acorde a los flujos y a los retos que debe hoy enfrentar. Más allá de patrias y matrias, el siglo XXI conocerá sin duda estructuras políticas coordinadas y consensuadas que pactos como los de Maastricht o del hotel Majestic comienzan ya prudentemente, como mirando a otro lado, a dibujar.

es filósofo.

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