De Madrid al desierto (y viceversa)
Decorado: un bar de la plaza Mayor de un pequeño municipio a unos cincuenta kilómetros al sur de Madrid, un sábado a las once de la mañana.
Personajes: dueño del bar, sexagenario; visitante procedente de Madrid, con atuendo de ciclista; grupo de clientes locales, vociferantes como es habitual.
Visitante: Buenos días. ¿Tienen croissants?
Dueño: ¿Qué? ¿Cómo dice?
Visitante: Que si tienen croissants. Croasanes, cruasans...
Dueño: ¿Y eso qué es? ¿Tabaco? Aquí al lado tiene el estanco.
Visitante: (Silencio incrédulo).
Uno de los clientes (condescendiente y haciendo gala de cosmopolitismo): No, hombre; que es un bollo para tomar con el café.
Moraleja. Del mismo modo que los pueblos de la provincia madrileña no pueden entenderse sin la deslumbrante proximidad de la capital (¿cómo explicar, si no, junto a las casitas manchegas de tejado encalado y cortina en vez de puerta, esos coquetones chaletitos pintados de salmón y adornados con columnitas blancas?), la capital no se entiende de veras si no se tiene en cuenta el desierto que la rodea y del que proceden, directamente y sin generación intermedia, buena parte de sus habitantes.
Por un lado están ellos, que en pleno asfalto y entre tres millones de habitantes siguen llevando luto o boina, abanicándose, bebiendo del botijo y hablando a gritos, como quien tiene que hacerse oír en la aldea desde la era; por otro, aunque igualmente aterrizados en Madrid, altos ejecutivos de empresas multinacionales, o personal de embajadas, o los representantes más ambiciosos de todas las profesiones liberales. Añádase a ello urbanitas de dos o tres generaciones, que los hay, desde burgueses del barrio de Salamanca hasta esa fauna que es versión aggiornata y con aro en la oreja de los castizos de Lavapiés de toda la vida, y se tendrá Madrid: no melting pot a la neoyorquina, porque to melt quiere decir fundirse o derretirse, sino mezcla improbable de elementos que no se han fundido para nada y siguen tan de una pieza como el primer día: señoronas y quinquis, horteras y militantes gay, mendigos y ejecutas.Tómese el metro en verano, y se verá cómo junto a un modernísimo cuadro de encabalgamiento, con sus mandos, sus alarmas y sus luces, en el despacho acristalado del jefe de estación, figura en lugar prominente un buen botijo para mejor soportar los calores estivales. O pásese un día cualquiera. por cualquier calle de Chueca, y se verá una barbería con sus rayas azules, rojas y blancas al bies, como en los años cuarenta, al lado de una librería gay-lesbiana, o una pollería con el suntuoso nombre de Palacio del Pollo al lado de La Igüana (sic), Rock & Roll Bar; o el lúgubre escaparate de una tienda donde arreglan objetos de cuero -rancios zapatos viudos, con un rotulito alborozado: "Teñido"; bolsos ominosos de los que otro rotulito afirma, propagandístico: "Arreglado"- junto a una galería de arte alternativo. En la calle Gravina, bajo unos grandes carteles que muestran a un efebo ligero de ropa rodeado de leyendas como "Lethal weapon", "Ducha erótica", "Boys", "Cabina, erótica", un ama de casa con rebeca y medallita barre su pedacito de acera, y al lado el bar New Leather (a buen entendedor ... ) un rótulo de mármol anuncia: "Marmolista. Taller de construcción para toda clase de obras en mármoles y piedras del reino y extranjero. Especialidad en trabajos artísticos para templos y cementerios". Y para completar la variedad de registros madrileña, un cartel fotocopiado y pegado con cola anuncia cerrajeros, fontaneros, albañiles, con una frase tan prometedora como espiritual: "¡¡¡-Vamos echando leches!!!".
En fin, entre Manhattan y Villaconejos.
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