Aviso a navegantes
En Madrid se puede estudiar náutica y conseguir el título de capitán o patrón de yate sin haber conocido una extensión acuática de mayor porte que el lago de la Casa del Campo. Los marineros de agua dulce cursan estudios en una veterana academia de la plaza de Olavide, en pleno barrio de Chamberí. En Madrid, hasta hace poco, se preparaban oposiciones a farero, torrero, o más propiamente técnico de señales marítimas, en una academia que se encontraba a dos pasos del metro de Antón Martín. Luego los candidatos a ermitaño de los siete mares se examinaban en un legítimo y paradójico faro que el Ministerio de Obras Públicas, patrón del gremio, tenía montado y acondicionado en pleno cauce de la calle de Alcalá. En los años setenta, lo de hacerse farero llegó a ser una salida bastante habitual para estudiantes progres que renunciaban al mundo y a sus pompas, pero que por sus creencias, o más bien por su falta de ellas, no estaban en condiciones de llamar a las puertas de un cenobio cartujo. Acceder a una torre costera coronada por su correspondiente linterna mágica no era tan sencillo como entrar de fraile, pues requería superar una endemoniada oposición que se hacía especialmente ardua para los estudiantes de letras, los más tocados por los efluvios románticos de un oficio aventurero y literario que, desgraciadamente, requería profundos conocimientos de matemáticas, mecánica y electrónica.Hoy, la automatización de las señales marítimas ha convertido a los fareros en un cuerpo en vías de extinción y la academia se dedica a preparar oposiciones más prosaicas, aunque para los que buscan retiro y aislamiento todavía se imparten en los meses de verano cursos de escafandrismo en piscinas municipales. En Madrid, la ausencia de mar se compensa echándole imaginación y ganas. Franco, autoproclamado almirante de secano que no había pasado de patrón de yate sin oposición, no se pudo traer el mar de su Ferrol particular, pero creó por decreto una playa fluvial en el Manzanares. Imposible playa de Madrid que fue y inaugurada con grandes alharacas en el No-Do por las autoridades competentes, que iban a por todas para cumplir con los designios del almirantazgo de El Pardo.
Ni siquiera Carlos III pudo dotar a su capital de una salida al mar, aunque trató de conseguirlo haciendo navegable el Manzanares para conectar Madrid con Lisboa a través del Tajo. En Madrid, al mar le correspondería estar, más o menos, donde la Casa de Campo, y el paseo de Rosales, donde ciertos días se respiran imposibles brisas oceánicas, quedaría como un espléndido paseo marítimo. Pero aunque le falte el mar, Madrid, como dice su lema heráldico, fue construida sobre agua y flota sobre un auténtico océano interior, un mar inexplorado e impredecible que aflora inesperadamente cuando las insaciables perforadoras que el Ayuntamiento despliega para horadar túneles y aparcamientos entran en acción con furia atronadora.
No existen cartas de navegación fiables para este mar de agua dulce subterráneo y tenebroso cuyo caudal, al aflorar en numerosos manantiales, fue causa primordial de los primeros asentamientos de población que se instalaron en la zona. Este mar ignoto regido por misteriosas mareas fluye y refluye en el subsuelo, tal vez airado por la constancia con que brigadas y brigadas de obreros le van ganando terreno para almacenar cargamentos y cargamentos de coches. Hay esotéricos augures que profetizan que un día no muy lejano este mare tenebrosum tomará cumplida venganza y engullirá en un bostezo desmesurado la ciudad que flota en su superficie.
Madrid lleva siglos preparándose para ese momento. Entonces cobrarían sentido las innumerables tabernas portuarias que jalonan la ciudad y encontrarían su sitio los lobos de mar que aúllan en la noche ahogando sus nostalgias del líquido elemento en hectolitros de ron o de ginebra. La ciudad ha venido criando para el instante definitivo hordas de piratas y corsarios, manadas de escualos de tierra firme e inmensas parrillas donde se doran todas las criaturas marinas comestibles que diariamente emigran desde el litoral. Quizá, ante la proximidad de tan colosal inmersión, haya que ir pensando en matricularse en náutica en Chamberí o en aprender a colocarse la escafandra en la piscina de la Casa de Campo.
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