El reto de la Unión Monetaria
Una buena parte de la atención pública y del debate sobre la Unión Monetaria se está centrando en la dificultad que tendrá España para cumplir los criterios de convergencia del Tratado de Maastricht.Sin embargo, el reto de la convergencia nominal, aún siendo importante y muy difícil, se queda corto cuando se compara con el reto pos-1999, una vez que España esté dentro de la tercera fase. De esta segunda parte se habla menos y, sin embargo, es mucho más importante para el futuro de la economía española ya que está en juego la convergencia real de renta per cápita, más importante a largo plazo que la nominal.
Los criterios de convergencia nominal, por muchas críticas que reciban por la arbitrariedad de sus porcentajes, son, en el fondo, unos objetivos razonables, deseables y necesarios para cualquier economía, más aún para la española que lleva viviendo demasiados años con unos desequilibrios macroeconómicos, decreciendo eso sí, pero aún muy importantes si se comparan con los de sus principales competidores miembros de la Unión Europea y de la OCDE.
Es decir, son objetivos que habría que cumplir en todo caso y cuanto antes, independientemente de la existencia o no de un proceso de Unión Monetaria, pero más aún existiendo éste. No converger ahora no sirve para nada puesto que habrá que hacerlo, con mayores dificultades, más adelante y se habrá perdido no sólo tiempo, sino también competitividad.
Sin embargo, el verdadero reto de la Unión Monetaria empieza a partir de haber cumplido los criterios de convergencia y estar dentro de la tercera fase, y, desgraciadamente, a este reto se le dedica mucha menos atención, análisis y debate.
Una vez dentro de la Unión Monetaria se habrá perdido definitivamente (puesto que se ha perdido ya en buena medida) el manejo de la política monetaria y del tipo de cambio como instrumentos de ajuste y de estabilización a corto plazo ante choques de oferta y demanda y pérdidas recurrentes de competitividad. Instrumentos ambos que pasarán al Banco Central Europeo. A partir de ese momento, la política fiscal y las políticas de oferta se convertirán definitivamente en los dos instrumentos fundamentales que le quedan a las autoridades económicas españolas. Ahora bien, la política fiscal también se verá muy limitada Por el "pacto de estabilidad" que ha propuesto Alemania, que intenta que los déficit públicos de los países que pasen a ser miembros de la Unión Monetaria no superen el 1% del PIB en las fases normales del ciclo. La falta de cumplimiento de este criterio añadido llevaría aparejada sanciones e incluso una expulsión de la Unión Monetaria en caso de reincidencia manifiesta y continuada.
La entrada en la Unión Monetaria supone, por tanto, un cambio radical para la política económica española, que ha estado tradicionalmente acostumbrada a la utilización del tipo de cambio y de la política monetaria como los instrumentos básicos y a veces únicos de ajuste ante pérdidas de competitividad. La regla en estas últimas décadas ha sido siempre la misma. Cuando la pérdida de competitividad y los desequilibrios de balanza de pagos han sido excesivos o insostenibles, se ha hecho un "plan de estabilización" que ha consistido, invariablemente, en una fuerte devaluación del tipo de cambio nominal para reducir los salarios reales y mejorar los precios relativos, en una restricción monetaria para frenar la demanda interna y los precios y en un mayor control del gasto público.
A partir de 1999, ya no se podrá devaluar ni hacer una política monetaria restrictiva para ajustar una situación de pérdida de competitividad o precios relativos adversos. El ajuste tendrá que ser real en lugar de monetario, es decir, se tendrá que acudir a una deflación en lugar de una devaluación, o, lo que es lo mismo, se tendrá que admitir una reducción negociada o voluntaria de los salarios reales de los trabajadores y de los beneficios empresariales. Si dicho ajuste no se produce, el resultado será más paro, menos demanda y menos producción, es decir, una recesión. El impacto negativo de la falta de ajuste real y del aumento del desempleo será menor cuanto mayor sea la movilidad de la mano. de obra, tanto funcional como geográfica, bien entre regiones o entre países.Aquellos países europeos con salarios reales flexibles y mercados laborales de alta movilidad y con mercados de productos y servicios competitivos, podrían recuperar más rápidamente los equilibrios y la competitividad. Sin embargo, los países como España, con mercados laborales rígidos, con poca flexibilidad salarial y con mercados de bienes y, sobre todo, servicios con escaso nivel de competencia, no podrían ajustarse con facilidad y lo pagarían en términos de recesión, desempleo y emigración.
En España la experiencia reciente muestra que la flexibilidad a la baja de los salarios reales ha sido muy limitada y sólo ha funcionado cuando los niveles de desempleo han alcanzado porcentajes récord, como ha ocurrido en la recesión de 1993. Los costes no salariales siguen siendo muy altos y reducen también la flexibilidad, así como los salarios mínimos pactados que están muy por encima de los legales. La movilidad funcional es bajísima porque los empresarios y sindicatos aún no han logrado ponerse de acuerdo en eliminar de los convenios colectivos las ya famosas "ordenanzas laborales" del régimen anterior. La movilidad geográfica es también muy escasa. Un 72% de las personas encuestadas, y que la EPA considera como desempleadas, no estarían dispuestas a irse a vivir a otro municipio para obtener un empleo. La negociación colectiva también es rígida y poco descentralizada.
Por otro lado, aún existen mercados de productos y servicios que no han estado sometidos a la disciplina del mercado por estar protegidos, por ser monopolios naturales, o por estar intervenidos con precios o tarifas administrativas.
Esta situación tan negativa de partida para iniciar una Unión Monetaria se complica aún más por el elevado nivel de desempleo existente y la consiguiente pérdida de convergencia real. Dicho nivel no sólo perjudica a la convergencia real de renta per cápita con el resto de Europa, sino que impone dos restricciones a la política económica en una moneda única. Por un lado, impone la necesidad de que el crecimiento español tenga que ser más elevado que el del resto de los países de la Unión Europea para poder reducir ese notable diferencial de desempleo y de renta. Esto es muy difícil de conseguir, puesto que la política monetaria del Banco Central Europeo tendrá en cuenta, lógicamente, el crecimiento medio de los países de la Unión Europea y no el de aquel que necesita crecer más. Tampoco podrá ayudar mucho la política fiscal si se aprueba un "pacto de estabilidad" como el descrito arriba. El mayor crecimiento tendrá que venir, fundamentalmente, de políticas de oferta, es decir, de crecimientos de la productividad a través de los esfuerzos inversores en capital humano, en tecnología y en infraestructuras, y eso requiere mayor inversión pública y privada, o, lo que es lo mismo, menor gasto corriente y menor consumo en empresas y familias, es decir, una reforma radical en la asignación de los ingresos del Estado y del sector privado.
Por otro lado, un desempleo tan elevado es un handicap para una política presupuestaria estable ya que supone menores aportaciones al presupuesto por renta y contribuciones a la Seguridad Social, es decir, menos ingresos y, por otro lado, mayores gastos por prestaciones contributivas, asistenciales de formación y de reciclaje de los desempleados.
Por si fuera poco, los problemas de partida no terminan ahí. La Unión Europea no está preparada para ayudar, temporalmente, a aquellos países o regiones que sufren choques asimétricos o idiosincrásicos, es decir, caídas en la demanda de sus productos o tensiones de precios en la oferta de sus bienes y servicios, que no afectan a otros países o regiones de la Unión Europea. Estos choques tienden a ser más frecuentes conforme van apareciendo las tendencias progresivas hacia la especialización y la aglomeración productivas que derivan de toda Unión Económica y Monetaria. El presupuesto de la Unión es muy pequeño y tiene pocas posibilidades de hacer transferencias, como se hacen en Estados Unidos, Canadá o Australia, para ayudar, temporalmente, a los que sufren un choque, con el fin de hacer más pasable y menos traumático el ajuste real de sus rentas y precios, al no poder devaluar ya su tipo de cambio.
Ante una situación como la descrita, el lector se puede preguntar ¿cómo es que la gran mayoría está aún a favor de que España entre en la Unión Monetaria? La respuesta es doble. Por un lado, es relativa: porque el futuro fuera de ella será aún mucho más difícil que dentro.
Hay que considerar la Unión Monetaria como un hecho insoslayable al que todos los gobiernos y parlamentos europeos ya le han dado su aprobación y que va a ser una realidad muy pronto. Ante ella, no hay más opción que quedarse fuera y pasarlo mal, ya que habrá que seguir convergiendo y además la utilización del tipo de cambio
cada vez estará más limitada y será menos efectiva dado que son los mercados financieros los que anticipan e imponen las devaluaciones, y los agentes económicos reaccionan cada vez más rápido aumentando salarios y precios y evitando que las devaluaciones nominales mejoren la competitividad, o estar dentro y pasarlo menos mal o incluso bien, dependiendo de la política de reformas estructurales que se haga en éste y en los próximos años para aumentar la flexibilidad de los mercados y aumentar la productividad.
Por otro lado, es reactiva: hay que ver la Unión Monetaria no como una amenaza, sino como una oportunidad única de autoimponerse un cambio radical en la cultura y el comportamiento, rígidos e intervencionistas, heredados del pasado, que no se han podido o sabido terminar de cambiar en profundidad y que son incompatibles nosólo con una Unión Monetaria,sino también con el mundo cada vez más competitivo y globalizado en que nos ha tocado vivir.
Se está pues ante una oportunidad histórica de intentar hacer un cambio en profundidad del entorno económico e institucional, terminando de reformar y liberalizar el funcionamiento de los mercados, del aparato productivo, de la cultura empresarial y sindical y del sector público, que permita superar con éxito los retos de la moneda única y de la creciente competencia.
España se está jugando su futuro, se ha perdido ya mucho tiempo y cuanto antes se haga este cambio reformista y liberalizador mejor. Las recientes medidas de reforma estructural del nuevo Gobierno son un buen comienzo, pero son sólo un aperitivo, faltan aún los dos platos principales y el postre.
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