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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La OTAN, en Madrid

EL MUNDO, Europa, la OTAN y España han cambiado mucho en los últimos años, y la visita oficial del secretario general de la Alianza Atlántica a Madrid así lo refleja. Javier Solana, ex ministro socialista español de Asuntos Exteriores que en tiempos de oposición rechazó el ingreso de España en la Alianza Atlántica, impulsa ahora discretamente, la plena integración en una OTAN cuyo significado ha cambiado. En la antigua Yugoslavia soldados españoles llevan a cabo misiones de paz bajo mando de la OTAN. Próximamente Solana va a entrevistarse con el jefe de la diplomacia rusa para abordar la posible firma de una carta entre la Federación Rusa y una Alianza que va a ampliarse a países antiguamente pertenecientes al Pacto de Varsovia. En el nuevo contexto, el modelo actual de participación de España en está organización ha periclitado tanto como unas estructuras de la Alianza que datan de la guerra fría.El modelo de no participación formal de España en la cadena de mandos integrados pudo tener su sentido en una OTAN en la que resultaba difícil un satisfactorio y pleno encaje español en una estructura integrada en la que Francia tampoco participaba y en la que las cartas estaban ya repartidas cuando llegó España. Probablemente contribuyó a que Felipe González ganara el referéndum de 1986, que diez años después el dirigente socialista califica abiertamente de gran error político. Pero este modelo está agotado. Se ha estirado al máximo para sortear -formalmente más que en la práctica- la no integración militar.

La visita de Javier Solana habrá servido para acelerar un debate ineludible. La OTAN, se está transformando en profundidad, y esta vez España no llega cuando los planos de la casa ya están cerrados, sino que participa plenamente en su elaboración. La estructura de mandos se aligera y adapta a las nuevas circunstancias y demandas. La identidad europea se acrecienta en el seno de la Alianza, aunque mucho menos de lo que resultaría deseable para una mayor autonomía de los europeos en materia de seguridad. Más allá de la defensa en sentido estricto, la nueva OTAN sirve otras funciones de seguridad, especialmente misiones de paz, y carece -oficialmente, pues los resquemores son persistentes- de enemigo.

Con una Francia deseosa de integrarse -sin por ello seguir ciegamente a Estados Unidos, como ha demostrado ante la última crisis en Irak-, y con Polonia y otros países centroeuropeos a las puertas de la Alianza, España perdería peso político de no normalizar su presencia en la nueva OTAN. Las condiciones generales planteadas por el Gobierno popular resultan razonables, y las venía defendiendo el anterior Ejecutivo: nueva OTAN, más europea, y que dé satisfacción a los intereses nacionales españoles. De lograrse, la participación española no será muy diferente en la práctica. Será más fácil y más efectiva. Y sin sentido del pecado.

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El aligeramiento de la estructura militar puede suprimir el problema de los mandos subordinados en Gibraltar. España podría optar probablemente, como sugirió ayer Javier Solana, a un mando de segundo rango con control sobre sus áreas geográficas de interés directo. Para lograrlo, las reglas de la diplomacia recomiendan siempre extremar las formas. El ministro Abel Matutes debe ría cuidar más sus palabras, pues ayer habló en un primer momento de un mando operativo que abarcase toda la "península Ibérica", lo que probablemente haya generado suspicacias en el vecino Portugal.

El Gobierno, que llevó a cabo antes de la pausa veraniega unas primeras y pertinentes consultas al respecto con los partidos parlamentarios, anuncia una comunicación sobre la que basar un debate parlamentario que desemboque en un mandato al Gobierno para negociar el cambio de situación de España. Los aliados lo aprobarían en diciembre junto con la reforma general de la Alianza.

El debate no se debe improvisar en una cuestión que reclama luz y taquígrafos. Lo conveniente sería que de tal debate surgiera un consenso parlamentario lo suficientemente amplio para demostrar que el referéndum de 1986 ha perdido vigencia y se hace innecesaria toda nueva consulta directa a la ciudadanía sobre un tema que no la divide. Se requieren, para ello, grandes dosis de responsabilidad por parte de la clase política, aunque Izquierda Unida se sitúe de antemano fuera del acuerdo general y busque así un estandarte en el que arroparse. Los referendos llevan al maniqueísmo y, salvo en casos muy específicos, no suelen ser una manera adecuada de resolver democráticamente los debates en una democracia representativa.

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