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Tribuna:
Tribuna
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Un traductor en París (5)

Por Resumen de lo publicado París pensando que un viaje le ayudaría a superar el accidente que lo había dejado cojo. Allí había vivido veinte años antes -traduciendo a Baudelaire-, cerca del parque de Montsouris, donde había tenido su primera cita homosexual. Ahora buscaba a gritos, en la oscuridad de ese parque, a Abdelah, el dependiente árabe del que se había enamorado. Pero no estaba allí. Debía intentarlo de otra manera.

Camino de la tienda de Abdelah, al desviarme a causa de unas obras, me encontré de pronto ante una placa que recordaba el paso de Pío Baroja por París, mencionando que, en las tristes circunstancias de la guerra civil española, el escritor había vivido pobremente en el primer piso de aquella casa. Para decirlo con las palabras que habría utilizado mi madre, tuve la impresión de que el autor del empujón que me había puesto frente a aquel improbable punto de la ciudad no era otro que mi compañero de la niñez, el famoso ángel de la guarda, y que había hecho aquello con el loable objetivo de recordarme al que había sido mi primer maestro, el escritor preferido de mi juventud. "Recuerda lo mucho, que al principio te gustaban la sobriedad de Baroja y su afición a la soledad", parecía decirme el ángel de la guarda.

Muchas veces se piensa hablando o discutiendo con un interlocutor imaginario, y eso fue lo que yo hice en aquel momento sin moverme del sitio donde estaba. "Es cierto, querido amigo de la juventud", respondí a mi ángel de la guarda. "Cuando tenía 16 o 17 años me emocionaba pensar que pudiera haber gente como don Pío, un hombre que confesaba no necesitar más cosas que un poco de fuego en invierno y otro poco de paisaje verde en verano. En aquel momento, yo necesitaba de ejemplos como el suyo, porque no vela en mi vida otra salida que la renuncia. Recuérdalo: yo no compartía nada de lo que veía alrededor. Cuando mis amigos de aquella época se iban a bailar, yo me quedaba en casa sin más compañía que la tuya y la de mi madre. Luego, cuando mis amigos volvían del baile y se pasaban las horas hablando de las chicas que habían conocido, yo callaba. Y si de pronto comenzaba a sentir una simpatía especial hacia uno de aquellos amigos, todavía era peor, porque me sentía inmundo. Sin embargo, unos años más tarde, todo cambió. Murió mi madre, dejé de creer en ti, busqué nuevos amigos, nuevos modelos. Un día dejé de leer a Baroja. Lo admiraba, pero no podía ser como él. A mí no me bastaba con un poco de fuego y un poco de paisaje verde. Por decirlo brevemente, mi cuerpo me exigía bastante más".

Podía haber seguido hablando durante horas, pero me alejé de la placa y seguí hacia la tienda de Abdelah. No estaba dispuesto a ceder ante los fantasmas del pasado. Ninguno de ellos podría volver a mí jamás: ni mi ángel de la guarda, ni mi madre, ni los amigos de mi juventud.

Abdelah estaba junto a la caja registradora, atendiendo a un cliente. Llevaba un guardapolvo blanco que le sentaba muy bien.

"¿Comment ça-va?", me saludó al verme. Yo me guardé la respuesta para cuando nos quedáramos solos.

"Por qué te escapaste en el parque?", le dije entonces.

"¿Qué parque? ¿El de los patos?", dijo él divertido. Era un muchacho delicioso.

Hice una compra grande, que necesitó dos bolsas. Después de abonarla, saqué la tarjeta del hotel y se la entregué.

"Quiero que me lleves la compra a mi apartamento. Es el número 10", le dije.

"Pregunte al jefe", dijo Abdelah señalándome a un hombre que estaba al fondo de la tienda ordenando unas estanterías.

El dueño me miró con desconfianza. No era un hombre simpático. Además, yo no era un cliente habitual.

"¿No ve que no me puedo valer?", le dije con acritud, dando unos pasos y exhibiendo mi cojera.

Fue una acción indigna. Otra más. Supongo, en una suposición que hago ahora; cuando todo ha terminado, que cuando alguien olvida la inmensa mayoría de las cosas que forman, la realidad para concentrarse en una sola ésta se vuelve brillante, pero brillante al modo de los ojos de la serpiente, con una luz que no deja ver nada de lo demás. Si alguien me preguntara ahora si no me daba cuenta de lo bajo que estaba cayendo, si no veía lo mucho que se estaba alejando mi comportamiento del ideal que me había marcado, yo le respondería diciendo que no me daba cuenta de nada, que sólo veía a Abdelah. Él era el objeto brillante, él era los ojos de la serpiente. Para decirlo con una expresión vulgar, me tenía loquito.

"No se lo podrá llevar hasta que cerremos. A las nueve o nueve y media", dijo al fin el dueño de la tienda. Estuve de acuerdo y le di las gracias. De mala gana, porque era una rata.

"Adiós, veintitrés cosas", me dijo Abdelah al salir. Levanté el bastón en señal de saludo y me marché por una calleja perpendicular a la Tombe-Issoire, como si temiera encontrarme de nuevo con el ángel de la guarda y todos los otros fantasmas del pasado. Pero, naturalmente, no era ésa la razón que hizo que me desviara, sino la propia calleja, empedrada a la manera antigua y de aspecto romántico: un paisaje que convenía al humor que en aquellos momentos circulaba por mi cuerpo.

Cuando abrí la puerta del apartamento, el teléfono estaba sonando. Inmediatamente pensé en Abdelah, y me apresuré a cogerlo.

"Soy inoportuno? Si quiere le llamo dentro de cinco minutos", dijo una voz. Era mi psicólogo. Le pedí veinte segundos para acomodarme en una silla.

"Espero que no se moleste si me preocupo un poco por usted", dijo después, cuando le avisé de que estaba listo. "¿Qué tal ha encontrado París? ¿Se siente mejor ahí?"

No me apetecía hablar con él, y le respondí utilizando esa figura retórica que se llama lítote y que consiste en contar las cosas lo más abstracta y vagamente posible. Si detectaba algún síntoma de los que figuraban en mi ficha, me tendría en el teléfono una hora.

"¿Y qué tal va la traducción de Baude laire?"

Miré a la mesa y vi mi altar: la muralla de libros, el trocito de ánfora, las plumas estilográficas, el diccionario, el ejemplar de Le Spleen de Paris, el cuaderno nuevo. Tenían el aura de las cosas abandonadas.

"Ya he traducido dos pasajes", dije.

"Pero no está contento de su trabajo me parece", añadió él. "Lo está haciendo porque tiene que hacerlo. Para no abandonar el juego que le propuse".

Le dije que procuraba seguir el juego lo mejor posible, y que a veces disfrutaba mucho y otras no tanto.

"De todas maneras", continué, "repetí los pasos de hace veinte años resulta complicado. De la mayoría ni me acuerdo".

"Como siempre le digo, usted es libre de hacer lo que quiera", dijo él con severidad. "Lo de seguir un itinerario del pasado era simplemente una convención, un bastón invisible que le permitiera andar mejor. Dígame la verdad: ¿se siente usted bien? Lo noto tenso".

Me siento muy bien", afirmé.

No me creyó, pero desistió de seguir preguntando. Prometió llamar en otra ocasión y colgó.

Al otro lado de la ventana, el sol daba casi de lleno sobre la fronda de hojas de Montsouris, y las hojas amarillas destacaban sobre las verdes y las rojas. Por un momento pensé en devolver la llamada a mi psicólogo y contarle de forma realista mi experiencia de la noche anterior, el terror que había pasado en el túnel, primero con Taki y luego a solas, pero aquello era, por decirlo así, algo que le competía a Terry, y Terry no parecía interesado en la cuestión. Abrí el libro de Baudelaire y leí las palabras que necesitaba. "0 nuit!", exclamaba el poeta en una página que tenía subrayada de arriba abajo. "Ô refraîchissantes ténèbres! Vous êtes la dèlivrance d'une angoisse!". Inmediatamente, mi mente volvió al tiempo que, entre túnel y túnel, había pasado en el parque. Volví a ver la blancura del cisne sobre el agua oscura del estanque, la brasa roja de los cigarrillos, las pandillas de muchachitos en la penumbra de los árboles. Y de ahí, directamente, pasé a Abdelah. Y de Abdelah a Alberto. "Adiós, Alberto", pensé. "Ya no te necesito. Un clavo saca otro clavo". Nada más pensarlo me arrepentí de aquellas palabras. Eran ordinarias, no las que cabría esperar de una persona que pretendía comportarse como un dandi.

Durante un rato estuve viendo la televisión, pero las imágenes que veía en la pantalla volvían a dejar mi mente en el mismo lugar en que se encontraba, porque, por un azar, todos los programas que no hablaban de Mitterrand hablaban del mundo árabe. Estuve allí, tumbado frente a la televisión, casi hasta las ocho de la tarde. Luego me bañé y me puse un pijama nuevo, de color tostado.

Reflexioné sobre la frase que le diría a Abdelah en cuanto le abriera la puerta y decidí que ésta fuera Tu es beau, et j'aime tous les choses qui sont belles. Luego puse mil francos bajo la almohada de la cama y me senté a esperar.

Abdelah no vino solo. Cuando sonó el timbre y abrí la puerta me encontré de frente con Jean Marie, el niño gigante. A su derecha estaba el propio Abdelah; a su izquierda, Taki; detrás, el resto de la pandilla. Debían de ser en total unos siete u ocho. "¡Fuera de aquí!", les grité. Acababa de comprender el juego. Ellos no eran los amables muchachitos que yo había creído: eran ladrones, los depredadores que siempre rondan a los habitantes de la noche.

Jean Marie me dio un empujón y me tiró al suelo. Luego cogió las bolsas que Abdelah seguía teniendo en los brazos y las vació sobre mi cabeza.

"Misérable! Infâme!, grité mirando a Abdelah. Que Jean Marie y los otros fueran unos canallas lo comprendía, pero que también él lo fuera! El se rió y todos se rieron; todos menos Taki, que parecía un niño de verdad y seguía sin moverse de la puerta, como sorprendido de lo que estaba viendo.

Entonces llegó el turno de Terry. "Abdelah es el más miserable de todos", me susurró. "El fue quien puso a los otros obre aviso después de ver tu bastón de lata en la tienda y el que luego, cuando ya estaba todo decidido, se prestó a hacer de señuelo. Así es como ha actuado hasta hoy. Como señuelo. Ése ha sido su juego".

Estuvieron moviéndose por la habitación como perros nerviosos, registrando todos los bolsillos de mi ropa y revisando hoja a hoja los libros que estaban sobre la mesa. Cuando se cansaron, muy pronto, se pusieron alrededor de mí y me preguntaron por el número de mis tarjetas de crédito. Parecían de pronto más tranquilos. Habían saqueado la nevera y cada uno de ellos tenía una lata de bebida en la mano. El de Abdelah era un refresco de naranja.

"Más vale que me lo digas. Si no, te desfiguro, marica", dijo Jean Marie con una navaja en la mano

"La clave para todas es 1821", dije. Correspondía al año del nacimiento de Baudelaire.

Taki y dos de sus compañeros se marcharon con las tarjetas. Abdelah se quedó con los encargados de vigilarme.

"¿No quieres decirme algo, Abdelah", le pregunté. Él sonrió y negó con la cabeza. Era el mismo de siempre, pero se mostraba más arrogante.

Un cuarto de hora más tarde sonó el teléfono. Pensé por un momento que sería otra vez el psicólogo, intranquilo después de nuestra conversación anterior, y que Jean Marie, que había cogido el teléfono, no me lo pasaría. Pero no fue así. Se acercó hasta mí y me lo entregó.

"¿Qué tal se encuentra", escuché nada más acercarme el auricular. Era François. "¿No le habrán hecho daño, verdad? Tenían órdenes de tratarle lo mejor posible en esas circunstancias. Siento un gran aprecio por usted".

Tuve la tentación de ser natural y responderle con un comentario sarcástico. Pero me rehice y le respondí diciendo que yo también le apreciaba.

"Permítame que le explique la situación", continuó François. Abdelah y sus compañeros permanecían atentos y en silencio, como si estuviesen siguiendo el diálogo. "De las tarjetas que me ha traído Taki sólo hemos podido valernos de una, y la suma que hemos obtenido con ella no pasa de los 30.000 francos. Es decir, que entre eso y lo que hemos encontrado en metálico, nuestro beneficio no pasa de los 38.000 francos. Yo tengo la impresión de que para usted es una cantidad ridícula.

"El dinero siempre es ridículo", le respondí. Poco a poco volvía a mi papel.

"Lo que le quiero decir es que confío en su prudencia. No arme ningún escándalo, por favor. Por esa cantidad no merece la pena".

"Lo pensaré".

"Usted no me entiende, amigo", dijo entonces François con un tono de voz más duro. "Si usted va a la policía con este cuento, nosotros le acusaremos de abuso de menores. Abdelah sólo tiene 16 años, y tenemos un testigo de su especialísimo interés por el muchacho. Por si le sirve de algo, al dueño de la tienda donde trabaja el muchacho no le ha resultado nada simpático. Él mismo me lo ha dicho hace unos minutos".

Mire a Abdelah. Sabía que estábamos hablando de él y se sentía complacido.

"Creo que le entiendo. No se preocupe".

"Jean Marie pudo haberle robado en el parque. Pero si lo hubiéramos hecho allí no habríamos tenido una buena defensa".

"Le agradezco que no me haya hecho andar más tiempo tras Abdelah. Me hubiera mareado".

Todos los que estaban en la habitación rieron al oír mi comentario, y Abdelah el que más.

"Hemos dejado la cartera con las tarjetas en un rincón de la recepción del hotel. Lo más probable es que ya la hayan encontrado y que se la entreguen cuando baje. Como verá, no queremos causar más molestias que las inevitables".

François colgó el teléfono y yo tuve la impresión de que, por decirlo así, la fiesta había acabado. Y la misma impresión tuvieron la mayor parte de los compañeros le Abdelah, que abrieron la puerta del apartamento y empezaron a marcharse. Pero Jean Marie tuvo una idea de última hora. La adiviné en cuanto le vi la expresión de la cara. Quería mi bastón de plata.

"¡Vete!", le grité al ver que se acercaba. La laxitud que había sentido hasta entonces desapareció de golpe. Odiaba a aquel niño gigante. Le quería matar.

. "Ah! voilà!", dijo cogiendo el bastón que estaba sobre el sofá. Se sentía muy superior a mí y se movía a mi alrededor sin preocupación alguna.

François lo sabía, pero él no. Desde el accidente, desde que no puedo caminar sin un apoyo, la fuerza de mis brazos se ha multiplicado por dos. Le arranqué el bastón de un manotazo y le di un golpe en el cuello. No fue él quien gritó, sino Abdelah.

Volví a golpearle en las rodillas, y conseguí que se agachara y bajara la cabeza. Cogí entonces el bastón por el lado opuesto a la empuñadura y le lancé un golpe con todas mis fuerzas: un golpe que surgía de mi humillación, de mi despecho, de la tristeza en que me había sumido la traición de Abdelah.

Jean Marie movió su cabezota y esquivó el golpe. La pantalla de televisión saltó hecha trizas. Volví a levantar el bastón, pero esta vez hacia Abdelah, que seguía allí, tan paralizado por el miedo como yo lo había estado instantes antes. Pero no pude golpearle. Mi juego con él no era tan cínico como yo había creído. Sentía ternura hacia aquel muchachito, lo quería.

"Si no os vais de aquí os mataré", les dije. Los dos se marcharon corriendo. Jean Marie cojeaba casi tanto como yo.

Continuará

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