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Tu estatua

Manuel Rivas

Ahí está. Es el hombre de los kleenex. Desde hace 10 años lo veo en el mismo cruce. Es posible que ahora vuelva a vender tabaco con el sello azul del contrabando. Un expendedor clandestino, con un gravamen neoliberal para bocadillo de chorizo. Antes lo hacía. Luego se especializó en los pañuelos de papel. Diez años en el cruce dan para un buen estudio de mercado. Y antes hablaba. Por favor. Unos hijos que alimentar. Ahora ya no dice nada. Se ha forjado instintivamente en la ley de la oferta y la demanda, sector semáforo. Escoge los coches familiares. Una mayor célula de consumo. Cuando viajas con niños eres más desprendido y necesitas más kleenex. Él lo sabe. Pasa de conductores solitarios con mirada hostil. Su rostro se ha endurecido por las bofetadas de las cuatro estaciones, sin Vivaldi. El hombre de los kleenex es uno de los mejores profesionales que conozco. Un tipo así debería ser director general de algo.Hay nuevos oficios, los peor pagados, que requieren talla de héroe. Los chavales pizzeros o mensajeros, jugándose el pellejo en la jungla de asfalto. Y luego están los cuidadores de perros. Chavales que sacan a pasear los chuchos de 10 dueños. Profesionales que manejan con la misma mano un rotweiler, un alaska malamute, un husky, un cocker y un caniche. Tipos así deberían ser ministros de algo.

Pero, de entre los modos con que la gente se gana la vida, el que más me impresiona es el de los hombres estatua. Esos mimos inmóviles de la calle, maquillados como arlequines. Horas y horas sin fruncir las cejas a cambio de una propina. Primero sonreímos, pero pronto la sonrisa se transforma en mueca pensativa. ¿Quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos? Esos tipos inquietantes son nuestra metáfora. Deberían ser condecorados con la orden de Alfonso X el Sabio.

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