La doble vida de los iraníes
El integrismo religioso y un relativo relajo moral imperan en un país bajo el régimen de los ayatolás
ENVIADO ESPECIALAl sur del macizo montañoso del Alborz, Teherán se extiende por la meseta iraní a una altitud media de 1.500 metros. La ciudad está sobrepoblada -unos 10 millones de habitantes-, el tráfico es demencial y el sol, ardiente; pero el aire es ligero, el cielo, de una pureza exquisita, y las gentes son hospitalarias e impregnadas de una elegancia natural fruto de una cultura tres veces milenaria. Y es que los avatares de la política contemporánea hacen olvidar que éste es el país de Persépolis e Isfahán, los altares de fuego de los persas zoroástricos y las escuelas teológicas de los musulmanes shiíes, la jardinería y la caligrafía, las miniaturas y los tapices, de Omar Khayam y Hafez.
Omar Khayam escribió en el siglo XI: "Puesto que ignoras lo que te reserva el mañana, esfuérzate por ser feliz hoy. Toma una copa de vino, ve a sentarte en el claro de luna y bebe". Hafez, poeta de Chiraz del siglo XIV, sentenció: "Nunca podrá respirar el perfume del amor aquel que jamás ha barrido con su mejilla el polvo de la taberna". ¿Es posible encontrar restos de ese epicureísmo en Teherán tras 17 años de régimen teocrático? La primera respuesta al constatar la prohibición del alcohol y la obligación de que las mujeres se amortajen de la coronilla a la punta de los pies, es un rotundo no. Pero en Oriente nada es sencillo ni evidente.
El pasado viernes me acerqué a la oración del mediodía en la carpa de la Universidad de Teherán. Había asistido en este escenario en los años ochenta, en pleno fervor de la revolución y la guerra con el agresor Irak de Sadam Husein, a impresionantes actos político-religiosos de masas. Caminando por las calles próximas, antaño rebosantes de los fieles que no cabían en el recinto cubierto, ya me asombró que sólo unos cuantos ancianos estuvieran refrescándose los pies en las acequias. La impresión se confirmó en el interior.
Logros del Gobierno
Sin demasiado entusiasmo, unos 10.000 varones seguían el discurso del ayatolá de turbante blanco Mohamed Yazdi, el jefe del poder judicial. Yazdi aludió a la Semana del Gobierno que se celebra actualmente en Irán para conmemorar el asesinato en un atentado terrorista, el 23 de agosto de 1981, de varios líderes de la recién nacida República Islámica de Irán. Aseguró el ayatolá que el Gobierno ha conseguido en los últimos años llevar electricidad, agua potable, teléfono, escuela y centros de salud "al 90% de las aldeas del país". En la primera fila de los fieles asentía modestamente Ali Akbar Velayati, el incombustible ministro de Exteriores.Mucho más animados encontré por la tarde los parques de Teherán, donde, a falta de otras alternativas, los vecinos de la capital pasan los días de fiesta. Las tapadísimas mujeres se habían llevado las meriendas que servían a sus familias en manteles colocados sobre el césped, a la sombra de los álamos. Los varones jóvenes disputaban partidos de fútbol o balonvolea; los más mayores libraban partidas de ajedrez.
El ambiente era tan limpio, cordial y relajado que, salvo por la ausencia de vino y cortejo entre los sexos -lo que no es poco-, uno podía evocar los jardines de Chiraz cantados por Hafez. Tres novedades había en los parques en relación a mis visitas de los ochenta: bastantes mujeres de clase media llevaran foulards y gabardinas con colores claros, y se permitían unos toques de maquillaje; la presencia de zonas de ocio con restaurantes, tiendas de juguetes, cerámica y flores, y hasta salas de videojuegos; y el que sonara música ambiental -sin palabras- con temas como Imagine. La nota inquietante la daba el incesante patrullar de destartalados coches Peykam cargados de pasdaranes (guardianes de la revolución).
¿Apoya el pueblo iraní el régimen instalado en 1979 por el fallecido imam Jomeini? Es imposible saberlo con certeza. La revolución islámica fue popular al principio, sobre todo entre los clérigos, los comerciantes del Bazar y los mustasafín o desheredados. Pero hoy entre los primeros no faltan quienes se distancian de un régimen cuya estricta ortodoxia shií ponen en cuestión; entre los segundos crece la impaciencia y entre los terceros, como lo demostraron los disturbios que en abril del pasado año siguieron en Akbar Abab e Islamshar a una subida del precio de los autobuses y cuya represión causó más de una veintena de muertos, empieza a cundir cierta frustración.
El régimen, según analistas extranjeros en Teherán, sigue contando con el apoyo militante de un tercio de los habitantes de un país de 63 millones. El resto se sitúa entre la indiferencia, el odio visceral desde el primer día y el desencanto porque el fin de la guerra con Irak no haya traído mayor liberalización política y de costumbres y, sobre todo, un vigoroso relanzamiento económico. Todos se ven obligados a practicar la picaresca para llegar a fin de mes.
En un país donde la gente despotrica con bastante franqueza de los clérigos shiíes y la prensa dispone de cierto margen a la hora de la crítica, el Tehran Times de ayer terminaba así su editorial consagrado a la Semana del Gobierno: "El Gobierno tiene que atender las genuinas quejas del pueblo, que incluye el creciente foso entre ricos y pobres".
Pero desde las elecciones de la pasada primavera, el régimen, que ni en vida de Jomeini fue monolítico, acentúa de día en día la marcha atrás en la relativísima apertura de los primeros años noventa. "Los conservadores", dice Karim J., un médico que milita en la semitolerada oposición liberal de Ibrahim Yazdi, "ganaron las legislativas y ahora van a por todas".
Entretanto, como dice Faraz, una estudiante de Medicina harta de chador, los teheranís llevan "una doble y hasta triple vida: la pública, la privada con la familia y los amigos y la estrictamente individual". "Vivir en esta ciudad", añade, "supone estar en tensión entre lo totalmente prohibido y lo tolerado según dónde y cuándo".
Superada una primera impresión de hermetismo, Teherán sorprende. En cualquier esquina intercambian dólares por riales al precio del mercado negro. Muchos jóvenes escapan al servicio militar porque han pagado la cantidad correspondiente a quien debían. Aquí se hace un cine excelente, cuyos abanderados son Abbas Kirostami y Mohsen Majmalbaf, y conocidos en Europa. Unos 30.000 iraníes, sobre todo universitarios, pueden acceder a Internet. Se celebran fiestas nocturnas en los chalés de los barrios acomodados; los anfitriones pagan por horas a los guardianes de la ortodoxia para que les permitan reunir a unos amigos que, nada más cruzar la puerta, se quitan el chador -ellas-, se ponen la corbata -ellos- y se lanzan sobre whisky y las pipas de opio.
El pasado año, el Parlamento decretó la prohibición de las antenas parabólicas, que habían florecido en los tejados de Teherán, incluidos los suburbios meridionales, donde las familias de mustasfín que las tenían cobraban entrada a sus vecinos para ver Los vigilantes de la playa, la serie favorita del público iraní. Ahora, sus propietarios las esconden en los sótanos y cada noche vuelven a colocarlas en las terrazas. Pero ¡ay! del que olvide desmontarla y guardarla antes de ir a dormir.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.