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"Maldito sea Yeltsin"

Los civiles huidos de Grozni equiparan al presidente ruso con Hitler por la brutalidad de su campaña militar

Pilar Bonet

Si los refugiados que se hacinan en las tiendas de campaña en Sernovodsk, una antigua localidad balnearia al oeste de Chechenia, fueran testigos de cargo en un tribunal sobre la actuación de las tropas rusas en Grozni, el presidente Borís Yeltsin habría sido ya ejecutado. No cabe ninguna duda. Los testimonios de los fugitivos de Grozni, que continuaban llegando ayer a Sernovodsk, eran concluyentes, más allá de su procedencia étnica y de su edad, y de los flujos y reflujos de la alta política. "Ponga en marcha el magnetofón, que quiero decirle algo", me ordenó resueltamente Elina, una niña de 11 años. Y como si recitara un verso, la niña exclamó: "Maldito sea Yeltsin". "Con su brutalidad, Yeltsin ha superado a Hitler, que no hizo con su pueblo lo que Yeltsin ha hecho con el suyo" ' afirmaba un anciano de 76 años que se apoyaba trabajosamente en su bastón y que no quiso dar su nombre. El anciano, un ruso, dijo haber sido herido dos veces en la Il Guerra Mundial."Los cadáveres se amontonaban en las calles. Estaban todos revueltos, los niños, los perros, las gallinas", dijo, describiendo su propia huida y sin poder contener los sollozos Zarguán Shajtieva, cuya casa había sido destruida por la aviación rusa.

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En la jornada de ayer y hasta media tarde habían llegado a Sernovodsk 259 personas procedentes de Grozni, a unos 70 kilómetros. Sernovodsk tiene una población de 5.000 personas, a las que se han sumado 2.000 fugitivos. En época soviética, la localidad fue un conocido centro de aguas sulfurosas. Hoy tiene un aspecto lamentable. Los tejados exhiben agujeros de diversos tamaños, huellas de la demostración de fuerza que la aviación rusa hiciera en marzo.

Para los fugitivos, las autoridades locales han instalado un campamento junto a los restos acribillados de un antiguo sanatorio. Las tiendas de campaña y las colchonetas llegan en camiones de la vecina República de Ingusetia. En la tienda que ocupan Zarguán Shajtieva y sus vecinos de una calle que prácticamente ha dejado de existir en Grozni, las colchonetas han sido dispuestas alrededor del cráter dejado por una bomba rusa.

Mujeres y niños hacen cola frente a una cocina de campaña, de la que sale una sopa turbia. Las historias de destrucción y horror se repiten. Muertos en las aceras y en los patios, bombardeos de la aviación, huidas precipitadas sin equipaje, asesinatos gratuitos, fosas comunes. Es difícil lograr un relato coherente. Las fechas se confunden, los discursos se interrumpen con los sollozos o los llantos de los muchos niños que se arremolinan junto a sus madres. Entre los refugiados, los hombres son pocos y mayoritariamente ancianos o muy jóvenes. Varios fugitivos confirmaron que las tropas federales rusas tomaron como rehenes a pacientes y médicos de la clínica número 9 de Grozni y los utilizaron como escudos humanos.

Los refugiados no tienen dinero para llamar a sus parientes en otros puntos de Rusia. Si lo tuvieran tampoco podrían llamar, porque en todo Sernovodsk no existe ni un solo teléfono. Los que se angustian ante un futuro incierto no son ciudadanos pusilánimes que se dejan impresionar por un ultimátum. Todo lo contrario, son la "gente de los sótanos", una categoría especial de personas con nervios de acero que han resistido otras etapas virulentas de la guerra refugiadas en los subterráneos de los edificios de Grozni. La última ofensiva rusa les ha superado.

Entre la gente de los sótanos está el ciego Zhalaud Zaurbáiev, de 39 años. "Sé que en Europa occidental hay organizaciones de ciegos importantes. Tal vez alguna de ellas podría proporcionarme trabajo durante algunos años hasta que las cosas mejoren aquí", me dice. "Yo soy profesor de Historia y podría dar clases. Iría con mi mujer, que está sana y puede hacer cualquier cosa, y mi hijo de tres años. No quiero ir a ninguna organización de lo países ex soviéticos. No quiero ir de miseria en rniseria", exclama.

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Sobre la firma

Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.

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