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Tribuna
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Mimos

Aparentemente, las estatuas desdeñan la ternura y da la impresión de que no son mimosas. Sin embargo, cada vez hay en Madrid más mimos que emulan a las estatuas. Se instalan en Callao, en el Retiro, en el Rastro, en la Gran Vía....No es fácil ser estatua. Sólo unos pocos lo logran. Para conseguirlo, casi todos deben morir previamente, por muy insignes que hayan sido en vida. Imitar a las efigies es un mentís al destino, un ensayo de inmortalidad y una provocación a las personalidades de la historia. Una osadía.

Hay acontecimientos que le dejan a uno de piedra. Son circunstancias oportunas para ejercer de escultura: plantarse a la intemperie, impávido ante las inclemencias, pasota ante las bromas de los viandantes, indiferente a los regalos de palomas y gorriones. Y permanecer así hasta que un rayo te despierte.

Ahora bien, si se opta por esta actitud hierática, es preciso atenerse a las normas vigentes, en el universo estatuario para no hacer el ridículo. Las estatuas no lloran, no ríen, no orinan, no se rascan, no parpadean, no tosen, no saludan, no se irritan; no comen, no recuerdan ni olvidan. Y, sobre todo, tienen la cara muy dura. Las estatuas vivientes sólo se mueven por unas monedas; así manifiestan con todo cinismo que tienen los pies en la tierra.

Los mimos-estatua de Barcelona alcanzan cotas de perfección ejemplares. Los catalanes son muy profesionales, perfeccionistas incluso, a la caída de la tarde, las Ramblas se pueblan de efigies variopintas que provocan asombro entre los paseantes y envidias entre las esculturas tradicionales. Según comenta la prensa barcelonesa, las estatuas humanas llaman más la atención que los puestos de flores y animales. Muchas de ellas han sido contratadas por los restaurantes del Paseo de Gràcia para abrir el apetito de los visitantes. Renfe también utiliza sus servicios para atraer turistas de la Costa Brava y el Maresme.

Sería deseable que en Madrid dispusiéramos de una academia de estatuas. Necesitamos mimos. Y, para cenar, un pepito de ternura.

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