La política, lo público y lo privado
El debate sobre privatizaciones se ha planteado de tal forma que no ha dejado espacios entre la pretendida asepsia técnica de quienes opinan que no hay otra salida racional y quienes liquidan la cuestión aludiendo a que la cosa es simplemente una manifestación más de lo muy de derechas que es el nuevo Gobierno. En la dicusión, late algo más que la polémica sobre si debe persistir o no el control público de unas empresas que operan siguiendo las reglas del derecho mercantil. Unos y otros acaban atrincherándose en viejas querellas y estereotipos sobre las virtudes y defectos de lo público y de lo privado, cuando lo difícil es hoy señalar con precisión dónde empieza o termina una y otra cosa. Son muchos años de fórmulas mixtas, de partenariados, de contratos o concesiones como para despachar el tema con meras descalificaciones.La distinción público-privado es hoy absolutamente inapropiada para describir la realidad, y si nos falla la descripción, difícilmente acertaremos con la prescripción. ¿No sería más adecuado situar la polémica en discutir qué aspectos (y con qué intensidad) deberían ser objeto de regulación por parte de los poderes públicos y qué aspectos deberían simplemente dejarse al mercado? Regulación o no regulación es hoy en todo el mundo un debate que pone en primer plano los valores que la sociedad entiende que deben ser protegidos o salvaguardados de forma especial, de aquellos otros aspectos en los que se supone que la interacción social logra resolver más o menos adecuadamente. El otro gran polo de la cuestión es el tema del financiamiento público de las actividades a desarrollar. Y ése es también un punto de especial fricción en todas partes. El debate ideológico no se plantea hoy tanto en tomo a la propiedad, sino en tomo a la necesidad o no de regular ciertos temas y en torno a si los poderes públicos, es decir, los contribuyentes, la sociedad, han de sufragar total o parcialmente esa actividad, y a través de qué medios (impuestos más o menos progresivos, tasas, precios públicos ... ). No es probablemente del todo accidental o accesorio el que los que acaben realizando el servicio sean funcionarios, una empresa o una organización sin ánimo de lucro, pero, como alguien ha afirmado, lo relevante es quién lleva el timón, y no tanto quién acaba remando.
Por otro lado, los que abogan sin paliativos por las privatizaciones, se aferran muchas veces a ideas como que todo lo público está mal gestionado, que es imposible conseguir eficiencia en el sector público o que sólo privatizando se podrá acabar con la obsolescencia burocrática. Lo cierto es que muchas de esas afirmaciones demuestran una notable desinformación. El debate sobre el grado de eficiencia de una y otra forma de intervención es y ha sido inagotable, y en el balance final no ha habido vencedores y vencidos claros. Como siempre, la cosa va por "barrios" (sectores de intervención, tradiciones culturales, tipología y gravedad de los problemas ... ). Las universidades privadas pueden ser más eficientes en la relación coste-nivel de formación obtenido, pero acostumbran a descuidar notablemente la investigación o no la incorporan a sus costes. Con los hospitales privados ocurre tres cuartos de lo mismo. Y en general se constata que hay una inveterada costumbre de las empresas a intentar ocupar los espacios de negocio más claros (la "crema" del sistema) dejando al sector público los casos más difíciles, las titulaciones más costosas o, por poner el ejemplo de las llamadas cárceles privadas, los prisioneros mas peligrosos. Lo que sí, en cambio, está muy demostrado es que al sector público le conviene introducir criterios de competencia y mecanismos de evaluación que delimiten responsabilidades, y se permita así diferenciar buenos y malos rendimientos. Lo que resulta nefasto para el sector público es la cultura de la indiferenciación, en donde sólo cuenta la antigüedad, o la cultura de la ignorancia y del desprecio en relación a los costes de lo que se hace, aduciendo que lo importante son los valores que justifican la acción pública, pero sin saber tampoco al final si se consigue o no ese "valor" que se busca.
Con el lema "privatizar" se simboliza, asimismo, una nueva forma de entender la relación entre poderes públicos y sociedad por lo cual se ha de devolver a la iniciativa privada aquello que han ido asumiendo las administraciones de forma impropia. Se trataría de retornar a niveles de intervencionismo menos asfixiantes, en los que la sociedad recuperase aliento, autonomía y más autorresponsabilidad. Ese fue, de hecho, uno de los caballos de batalla del rearme liberal en los ochenta en algunos países anglosajones. En nuestro país sería extraordinariamente mistificante pretender replicar ese esquema. En 1975, el gasto público del país en relación al PIB era menos de la mitad del actual, y no por ello deberíamos considerar que lucía un espléndido sol liberal. No parece que exista una correlación clara entre capacidad de desarrollo de un país y grado de intervencionismo público. Tampoco resulta cierta la afirmación, si hemos de hacer caso a un reciente informe de The Economist, de que a menor presencia de la política, más y mejor desarrollo económico. Aparecen cada día nuevas evidencias que relacionan la capacidad de mejorar el nivel de desarrollo de un país con temas como capital social, formación, cultura cívica... y no veo que en esos factores exista un nexo causal con el nivel de intervencionismo de los poderes públicos. Tampoco aquí el tema es el volumen de intervencionismo, sino la calidad del mismo. No tenemos un exceso de Estado en general, tenemos excesos y déficit en particular.
Rechacemos el debate entre lo público y lo privado si se nos presenta como una mera cuestión técnica, analítica, despojada de incrustaciones ideológicas. No caigamos tampoco en la descalificación burda y obsoleta de aquel que no es capaz de entender que ser de izquierdas hoy día no consiste en defender por principio y sin grietas que todo ha de ser público. Aceptemos, simplemente, una realidad que nos obliga a vincular el futuro del Estado de bienestar a una concepción pluralista y flexible en relación a los proveedores y gestores de los servicios públicos. Pero, sobre todo, preguntémonos siempre quién gana y quién pierde ante cada medida que se nos plantee. Preguntémonos, en definitiva, qué política hay detrás de cada decisión.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.