Sin respiración
Elektra es una ópera de belleza salvaje, difícil de roer en sus apartados musical y vocal, y que necesita, por tanto, una batuta de primer orden, una orquesta que sepa dialogar con dificultades al límite sin perder el pulso del estilo, y unas mujeres de rompe y rasga que encarnen los tres personajes protagonistas.A las estrellas de la dirección les estimula competir en Elektra. Abbado, Barenboim, ahora Maazel, frecuentan esa obra del desasosiego y la venganza. Había un morbo especial en estas representaciones salzburguesas, pues Abbado y los filarmónicos berlineses la presentaron el año pasado en el Festival de Pascua con un equipo escénico ruso, lo que originó un conflicto entre Mortier y Abbado felizmente superado ahora, entre otras razones porque la forma de pensar de ambos es muy parecida, con lo que están condenados a encontrarse.
A Lorin Maazel navegar en las aguas del riesgo le va como anillo al dedo, sobre todo si tiene una orquesta detrás que lleva en sus entrañas la música de Strauss. Así, la lectura del director franco-americano fue analítica, refinada, voluptuosa, de un do minio técnico apabullante, orgiástica en momentos aunque sin perder el control ni sucumbir a la tentación del efecto, y des lumbrante en la belleza del sonido pero sin caer en el mamerísmo. Vamos, de las que cortan la respiración.
Hubo además pasión, esa pasión que únicamente despiertan las voces en la ópera, y la hubo gracias a la soprano alemana Hildegard Behrens, que dibujó el personaje que da título a la obra con una fuerza dramática y una intensidad excepcionales. Nunca perdió la línea de canto, nunca forzó la voz en las fronteras del grito, como hacen tantas y tantas sopranos en este papel. También la soprano de Illinois Karen HUffstodt aguantó el envite como Crisotemis.No así Doris Soffel (que sustituye en las tres primeras funciones a la mítica Leonie Rysanek),causante de una bajada de tensión cuando estaba en la escena porque, pendiente de controlar el fraseo de su persona je, presentaba a Clitemnestra casi más como una madre de buena familia que como alguien atormentado por el odio y los remordimientos. Bröcheler y Riegel fueron unos solventes Orestes y Egisto.
El pinchazo vino de la concepción escénica diseñada por el japonés Keita Asari (conocido en Occidente sobre todo por una Butterfly en La Scala) al frente de un equipo en el que figuraba la diseñadora de alta costura Hanae Mori. Convencional, fea y rancia, llena de tópicos en los movimientos e iluminación, carente de ideas en la evolución y retrato íntimo de los personajes, fue una propuesta indigna de, un festival como Salzburgo que, si cabe, aún superó el traspiés del año pasado en La traviata. Fue una lástima, pues dejó con cierto sabor agridulce lo que estuvo a punto de convertirse en una noche de gloria.
Babelia
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