El síndrome de Oropesa
Apasionante encuentro con los Aznar en el jardín del hombre normal
Tenía un miedo espantoso a que me entrara el síndrome de Estocolmo cuando me encontrara frente a frente con la familia normal de los Aznar, porque una, aunque parece muy borde, en el fondo es buena, y una, además, se ha refinado en Mallorca. De sobra sé que mi recién adquirido comportamiento primoroso puede acabar poniéndome en un ministerio, quizá en reñida pugna con la condesa de Murillo y de Deportes. Por eso se me encogió el corazón cuando recibí la terrible llamada.-Te quiero en Oropesa, y te quiero ya -dijo mi amado jefe-.
Siempre he soñado con que un jefe viril e implacable como la vida misma me obligue a realizar actos vejatorios de los que ni Gala se atrevería a imaginar para que Ana Belén se los pusiera en solfa; pero reconocerán conmigo que volar de Mallorca a Alicaté-sur-mer, más que una vejación, es una pugneta. Y eso que mi amado jefe me llamó por el móvil, lo que me ilusionó, porque me pilló cuando practicaba sacándolo y metiéndolo -el móvil, obviamente; no el jefe- delante del cristal de un cajero automático. Aspiro a conseguir la habilidad que Isabel Pantoja mostró hace un tiempo, cuando, con una mano, dio diez mil púas de limosna a una gitana con quien no dudó en equipararse, mientras con la otra mano aferraba y sacudía el teléfonino con donaire. Cierto es que Pantoja, la Leoparda de Vinci del celular, ensayó mucho en el último Rocío. Y va a misa que si consigues contactar vía móvil con tu hijo y, al mismo tiempo, controlas el frufrú de la bata rociera y puedes desplazarte por las marismas levantando los botos plenos de fango, puedes hacer cualquier cosa.
Cualquier cosa, menos acudir a Les Platgetes de Bellver, con lo tierna que me siento últimamente. Tan tierna, que me parece comprensible que la subdirectora de Telva haya cambiado su costumbre anual de veranear en julio en está urbanización para hacerlo en agosto -tal vez una oportuna aparición de monseñor Escrivá de Balaguer la iluminó a tiempo-, y tan tierna, que casi lloré cuando me contaron la historia del señor José Soriano, el hombre que se hizo a sí mismo, a Porcelanosa y este chalé, conocido en los alrededores como La estación, dado su aspecto de entre Pinto y Valdemoro arquitectónico, con tejas por aquí, tejas por allá, y trozos de teja haciendo de baranda. Es entrañable: el señor Soriano, hace más de 30 años, venía por el futuro lugar en donde la normalización de España hecha presidente habitaría, e iba construyendo la casa con sus propias manos y con sus propios albañiles, mientras su madre se sentaba a la puerta, a mirar la calle. Y todo ello, sin tener ni idea de que, al pasar de la nada al azulejo en vena, ello le daría la oportunidad de convertirse en anfitrión del inspector de Hacienda que -siendo ésta una de las profesiones más odiadas de España- nuestro país elegiría como presidente.
Uno de los detalles más conmovedores del normal veraneo de los Aznar es la salida al mar: el embarcadero, por llamar de alguna forma esa piedra inclinada que conduce a un Mediterráneo espléndido pero indiferente, me recordaba mis días de niñez en los años cincuenta, cuando, iba a robar cangrejos al Rompeolas de Barcelona. Por fortuna , el jardín es muy bonito, y sin lo que más me temía yo, tratándose de una posesión del rey de la cerámica: sin enanitos. Un césped precioso, por donde el presidente paseó con sus hijos Ana -parece que muy reacia a todo el despliegue y parafernalia de alrededor- y Alonso, con la señora Botella de Aznar, elegantemente vestida con un traje largo de punto beis grisoso, o viceversa, ya saben, el tipo de traje que la marca Escorpión lanza cuando se pone audaz. Parece que las pistas de pádel también están muy bien, y que don José María está disfrutando leyendo no sé qué del hijo de Vargas Llosa y no sé qué de Henry Kissinger. También afirmó estar leyendo a Quevedo, Dios quiera que no le aproveche como lo otro.
Debo confesar que sí salí, finalmente, con cierto síndrome de Estocolmo, enamorada de tantos miembros de la seguridad en shorts, con la mochila repleta de bronceadores del 45, y, sobre todo, de los dos cockers, Fico y Bufa, que una vez más prueban lo incondicional que puede ser el amor de un perro.
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