El terror nuevo
No hubo -eso tan mal llamado- reivindicación de lo que todo indica fue un atentado con bomba en el vuelo 800 de la TWA. Apenas hubo una confusa llamada, al parecer de un norteamericano, anunciando la otra bomba que ha conmovido e indignado a Estados Unidos, en Atlanta. Del atentado de Lockerbie, pese a todas las sospechas y acusaciones contra agentes libios, nadie sabe aún poco más que el número de víctimas y lugar del trágico suceso. E incluso ETA mata ya, como ha pasado con el empresario Usabiaga, sin la necesidad de esos testigos que los necios del terror consideran necesarios para la multiplicación del efecto de su acción criminal.Está cambiando muy rápidamente el mundo, sus problemas, sus enfermedades y angustias. Y cambia también la conducta de quienes, guiados por psicopatologías individuales, ideologías redentoras o depravaciones religiosas, quieren mostrar a este mundo problemas reales o supuestos multiplicando las angustias de la población por medio del dolor y del miedo. Entramos en una época en la que los motivos tribales o ideológicos han de disputarse la capitalización del terror con los fantasmas personales de gentes aisladas y cautivas de sus propios miedos, odios y obsesiones.
La llamada reivindicación de un crimen ha sido la piedra angular de todo terrorismo hasta hoy. Sin autoría, las muertes, daños y conmoción social de un atentado quedaban vacíos de contenido. Todo atentado sin nombre se convertía en un acto de alto riesgo para sus autores sin los resultados apetecidos, sin el efecto deseado. Porque el botín del crimen no solía ser otro que la propaganda para el grupo y su causa.Ya no. EE UU sufre este nuevo fenómeno con perplejidad y miedo. Porque en las ciudades norteamericanas se asume perfectamente que bandas rivales de delincuentes o jóvenes adolescentes enajenados organicen baños de sangre los fines de semana. Pero no que alguien quiera hacer daño -matar, herir, asustar- sin otro móvil que propagar una sensación general de miedo y espanto entre la población. Y sin siquiera intentar interpretar su intención y darle publicidad.
El tontiloco acusado de perpetrar el atentado de Oklahorna parece haber creído realmente que volar un edificio y matar a 168 personas iba a debilitar al Estado federal. El que así piensa es, además de un asesino, un imbécil. Los encefalogramas planos, el del miliciano patriota de Oklahoma igual que el de, por ejemplo, ese sanguinario payaso llamado Valentin Lasarte que parece provocaba vergüenza hasta a los dirigentes de ETA, son bombas en sí mismos.
Locos y tontos siempre han causado problemas. Y cometido crímenes en muchos casos. Pero el recurso de individuos solos y enfermos a paliar sus fantasmas persona les mediante la carnicería es un creciente fenómeno que nos debiera llevar a la reflexión. No reclaman autoría porque sólo buscan poder reivindicarse ante sí mismos la tropelía cometida. Es prácticamente imposible establecer con exactitud si el móvil de un terrorista que actúa en países democráticos tiene más que ver con cierta patología personal que con la intoxicación ideológica del terrorismo clásico. Igual que proliferan los focos regionales de conflicto, proliferan los móviles para el crimen indiscriminado. Y cada vez son más los casos en que nos hallamos ante zonas de conflicto que se esconden en recovecos del cerebro o el alma de hombres y mujeres comunes. Ocultos e inaccesibles. Inconquistables para policías, ejércitos y Estados.
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