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Restas

Con toda seguridad, aunque nadie lo sabrá nunca con exactitud, en algún momento de hace unos 20 años las sociedades industrializadas del mundo comenzaron a generar más deyecciones que ningún otro producto o bien de consumo. Quiero decir que el volumen y tonelaje de nuestros residuos hace ya tiempo que supera al de la producción de todos los sectores de las actividades agrícolas, ganadera, pesquera, extractiva e industrial. Si somos lo que hacemos queda bastante obvio que, a pesar de los desesperados intentos por ocultarlo, lo que nos caracteriza es la basura. Ingentes cantidades de residuos. Tantos que merecemos se nos identifique con lo excremental y sucio cuando tanto parece complacernos el haber creado riqueza y bienestar. Lo que sin duda es cierto, pero sobre todo gracias a la exclusión de lo que deberíamos restar a la hora de hacer balance. Recordemos que: resta y residuos tienen la misma raíz semántica y que ambos términos están emparentados a través de la idea de merma, de sustracción.La salud "económica" de nuestras sociedades en realidad queda dictaminada a partir de un diagnóstico muy superficial que pasa por ignorar precisamente los costes de nuestra primera producción y todavía más las secuelas que está teniendo y tendrá en las posibilidades de crear más bienestar en el futuro. Porque a la basura no se la puede ocultar, sobre todo cuando resulta tan ingente. Recordemos por sólo situarnos en nuestros lares que excluyendo los desechos más peligrosos, los radiactivos, ahora en candelero, los españoles producimos unos 600 millones de toneladas al año de basuras. Es decir, 15.000 kilos por persona.

Tan sólo en lo que denominamos actividades urbanas generamos casi 50 millones de toneladas, unos 1.350 kilogramos por individuo. A la cabeza de estos cuantiosos despropósitos figuran los contaminantes atmosféricos -esos que no queremos disminuir, ya que otros contaminan más- que suponen cerca de 300 millones de toneladas. Por tanto, cada hora nuestros automóviles, fábricas de electricidad y calefacciones o refrigeradores inyectan más de 34 toneladas de venenos en los aires y no pocos van a parar a los suelos y a las aguas. Con todo, lo más preocupantes que las tres cuarta partes de los cuatro millones de toneladas de desechos tóxicos y peligrosos siguen fuera de control y de presupuestos para su correcta gestión.

Todavía más paradójico que no tener en cuenta los costes reales de semejante suciedad es que tampoco queremos valorar el descomunal despilfarro que la acompaña. Porque en casi todo lo que arrojamos, de alguna u otra forma sobre nuestras mismas cabezas, hay un sumando que nos restamos voluntariamente, es decir, que tiramos múltiples cosas que tienen un gran valor. Que no está escondido sino evidente en ingentes cantidades de recursos, materias primas, posible producción de energía y fertilizantes. Pero sobre todo, como siempre quiere expandir el pensamiento ecológico, la gran riqueza está en el ahorro, que se produciría a partir de cualquier disminución de los gastos de gestión y control de los residuos. Pero todavía más si tenemos en cuenta que las estimaciones menos rigurosas, esas que no abarcan las consecuencias a largo plazo, mantienen que los daños económicos ocasionados por los residuos suponen pérdidas de como mínimo el 2% del PIB de los países más industrializados.

Para España se ha llegado a calcular que! la contaminación genera pérdidas, por supuesto de momento no computadas, de un billón de pesetas anuales. Pero hay más, mucho más. Incrustadas, al mismo tiempo, en los medios vitales, a los que distorsionan, enferman y en más de una ocasión destruyen, las deyecciones de nuestro sistema de producción pueden traer secuelas infinitamente más graves y en consecuencia costosas, como las aquí mismo descritas hace 15 días.

Para que las restas acaben siendo sumas, es decir, para que los residuos no sigan mermando la salud de los sistemas vitales y económicos, no podemos seguir pensando sólo en una aparente eliminación que a la postre sólo los cambia de lugar. Hay que ir levantando un criterio más coherente: el de que las basuras exigen una concepción global. Una cultura diferente que estime como inadmisible el derroche y sus secuelas, o mejor aún, que considere al ahorro y al reciclaje como valores de primera magnitud.

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