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Tribuna:JUEGOS OLÍMPICOSLA CEREMONIA INAUGURAL
Tribuna
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La privatización de los Juegos Olímpicos

Viajé por Grecia a fines de junio y comienzos de julio, de estadio olímpico en estadio olímpico, siempre a tiempo de ver al japonés o al yanqui de turno corriéndose una carrera, luego empapado de sudores y refrescos, refrescos y sudores de cocacola light. En los estadios de Olimpia, Delfos, Atenas, con la ayuda de las chicharras me puse a considerar por qué el COI rechazó la candidatura de Grecia para el centenario del olimpismo moderno y Matías Prats y María Escario me lo respondieron durante la retransmisión de la ceremonia: en Atlanta va a ser un negocio privado de fábula y en Atenas hubiera sido un modesto apaño estatal-municipal. Además, Atlanta es la capital de la Coca-Cola y de la CNN, los dos poderes fácticos culturales más importantes del universo. No, tampoco el olimpismo ha sido un nuevo humanismo.La lona que cubría el estadio era la más grande jamás fabricada; nunca tantos figurantes (10.000) habían contribuido al esplendor en la lona inaugural; nunca tantos deportistas (10.728) se habían movilizado por el empeño de ir más deprisa, de ser más rubios, más guapos, más fuertes y de llegar más alto; nunca tantas mujeres (3.700) habían competido en los Juegos Olímpicos; ni se habían empleado tantas horas (56.200) en la confección de los vestidos de la inauguración gracias a 35.800 metros de diversos tejidos. Y tampoco jamás, jamás, Juegos anteriores consiguieron reunir a 450 niños para que se convirtieran en la paloma de la paz. De niño me impresionaba el apartado del No-Do en el que siempre se glosaba que en Estados Unidos se había cosechado el boniato más grande o había pasado el peor huracán y la ceremonia inaugural llegaba avalada por el gigantismo del Imperio del Bien.La fiesta combinó la glosa del espíritu olímpico mediante llamaradas textiles según los cinco colores de los aros, con el alma del Sur, de Georgia, de Atlanta, representada por una figurante negra vestida de mariposa blanca, una negra que tenía el alma blanca y situada siempre en el centro de las evoluciones de mariposas y libélulas de muy bien ver, aunque había algo de estética Lladró en los maniquíes que les servían de soporte. La cultura olímpica se traducía en cinco razas de niños de colores que vestían trajes helicoidales con algún parecido a cierta variedad de pasta italiana. Las culturas del mundo se plasmaban en diferentes tribus en un explícito reconocimiento del derecho a la diferencia en la Aldea Global y las de Estados Unidos se encarnaron en lbs rangers, varios lanzamientos de paracaidistas simbólicos, esta vez desarmados y lúdicos pero sin que sirva de precedente y una espléndida, realmente espléndida, exhibición de todos los musicales que nos han hecho tal como somos: desde las baladas del Far West al country, pasando por los blues, mientras avanzaba un ferry boat del Misisipí diríase que de cristal para poner en evidencia a los tahúres. La fiesta y la retina del espectador universal debieron detenerse en este momento de especial magia, cuando los 1.200 bailarines conseguían convertirse en peces voladores, haciendo gaseoso el lurdo propósito simbólico de la apología de la carreta, de la integración racial y del Gran Mercado del Mundo. Los ideólogos de la fiesta comprendieron que en la almoneda de los símbolos desde Atlanta interesaba dar por hecho el acuerdo entre blancos y negros y los indios no cabían en el espectáculo. En cambio los negros recibieron toda clase de protagonismos directos e indirectos, incluso una frase de Martin Luther King, I have a dream, ha propiciado el título de esta superproducción en tecnicolor y la voz y la imagen del líder asesinado tuvieron su espacio y su tiempo bajo la luna, sin que el FBI censara cuántos francotiradores entre el público se sacaron de la bragueta mental el fusil con teleobjetivo. Desaparecida, a todos los efectos, la mascota presentada en Barcelona bajo el adecuado nombre: ¿Y esto qué es? Se ve que no han conseguido adivinarlo y ha pasado al desván de las ruinas contemporáneas.

La fiesta fue de más amenos, a mucho menos tras la composición de un templo-mecano griego y el renacimiento olímpico representado por un figurante por de cada olimpiada moderna, hasta que salía el de Atlanta y les rebasaba a todos. Matías Prats estuvo oportuno: Como es la más joven, sale con más fuerza y así no vale. Luego el desfile de los atletas, el homenaje a los seniors y el mediocre acto de encendido de la llama sagrada en, un pebetero de pesadilla griega padecida por una psiquiatra del profundo Sur interpretada, por qué no, por Geneviéve Page. Melancólico que el encendido lo propiciara un parkinsoniano Clasius Clay, Mohamed Alí, en una fiesta presidida por Clinton, los dos, el boxeador y el presidente, objetores en su día de la guerra del Vietnam. Las autoridades en sus discursos recurrieron a los tópicos más tontos del olimpismo y nada dijeron sobre las ganancias. Samaranch saludó mucho, pero no aportó ni un dato sobre lo que se embolsa el COI con esta cocacolada.

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