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El poder y la soberanía en la aldea global

El desafío secesionista planteado por Umberto Bossi al Estado italiano ha vuelto a poner sobre el tapete, con enorme crudeza, la espinosa cuestión del futuro de los Estados nacionales europeo y, en definitiva, del actual orden institucional mundial. Un orden fundamentado en la existencia de Estados soberanos que ostentan un poder exclusivo sobre un ámbito territorial determinado, expresado en una o varias líneas fronterizas de separación.En realidad, muy pocos Estados han ejercido en la práctica, incluso en los momentos más álgidos del Estado nacional, una soberanía de estas características. La noción de una soberanía exclusiva y hermética ha sido siempre más un mito que una realidad, un mito que ha servido más para legitimar la supresión de la competencia política, tanto en asuntos internos como internacionales, que para poder ejercer un poder real.

En el mundo contemporáneo siempre ha existido una clara divergencia, de hecho, entre las instituciones políticas y la realidad social, económica, cultural, etcétera, subyacentes. Sin embargo, tal divergencia está alcanzando en el momento actual un grado y unas cotas difícilmente imaginables hace tan sólo unos años. Para comprobarlo basta con señalar algunos datos.

Frente a los 194 Estados que en 1993 componían el mapa político mundial, se calcula que actualmente existen en el mundo del orden de 10.000 sociedades o colectividades étnicas, lingüísticas, raciales, religiosas o con identidades de algún otro tipo, cuyo asentamiento poco o nada tiene que ver con el diseño de fronteras existente. Los Estados son incapaces de abordar los problemas derivados de todo ese complejo mundo, y de hecho actúan tan sólo sobre una parte mínima del conjunto del sustrato del conocimiento humano. Así lo demuestra la existencia de alrededor de 18.000 ONG, así como unas 2.000 organizaciones intergubernamentales cuya acción supone una limitación notoria de las posibilidades de actuación de los Estados.

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La emergencia de toda esta nueva red de agencias, grupos, entidades, etcétera, no es el resultado de una moda o de la casualidad. Constituye una verdadera necesidad, un intento de respuesta a la consolidación de un progresivo sistema de intercambios internacionales derivado de la interdependencia compleja, el papel creciente de las empresas transnacionales y el descubrimiento y la difusión de nuevas tecnologías de producción, distribución y comunicación.

La globalización mundial no sólo afecta a la estructura política o económica, sino a todos los ámbitos -social, cultural, familiar, etcétera- del ser humano. Estamos viviendo un intenso proceso de transnacionalización no sólo económica o política, sino incluso humana, a través de los flujos migratorios. La sociedad mundial, incluso la europea, constituye actualmente un complejo y abigarrado melting-pot, humano donde pugnan por convivir razas, religiones, lenguas, culturas, costumbres y tradiciones extraordinariamente variadas.

Todo ello está provocando una tremenda crisis del modelo estatal-nacional, tal como lo demuestran los diversos sarpullidos nacionalistas o regionalistas, uno de cuyos últimos capítulos lo constituye la Liga Norte. Así, desde el punto de vista sociológico y cultural, junto a los conceptos clásicos de etnia, nacionalidad, ciudadanía, etcétera, emergen cada vez con más fuerza conceptos y realidades nuevas, tales como integración, asimilación, incretismo, pluralismo, intercambio cultural, aculturación, etcétera. A su vez, desde la perspectiva juridico-política, se está produciendo una quiebra profunda del principio de soberanía. Resulta difícil encontrar o identificar actualmente alguna soberanía única que lo sea realmente.

Desgraciadamente, ni los Estados actuales ni los movimientos nacionalistas o regionalistas están siendo capaces de ofrecer alternativas adecuadas a estas nuevas realidades. El eje de actuación de unos y otros sigue sustentándose en tomo a viejos conceptos e ideas. Unos conceptos que, en lo político, giran, como una noria cansina, en tomo a la idea del Estado nacional y la independencia, aun a sabiendas de que independencia significa control real y esto es algo que los pequeños Estados europeos -y no digamos nada las nacionalidades regiones que aspiran a su independencia- perdieron hace ya muchos años.

Imaginemos una Europa fragmentada en un centenar de pequeños Estados. A tenor del actual sistema económico mundializado, el poder de los Estados tradicionales sería asumido, en la práctica, por las grandes empresas transnacionales. De ese centenar de Estados, sólo los más aventajados podrían acceder a las migajas de poder que les cedan las empresas transnacionales. Es evidente que, en el mundo de hoy, asociar la idea de la independencia de los hombres y mueres europeos con la de existencia de numerosos Estados pequeños es, en el mejor de los casos, ingenuo. La única independencia real y posible sería la que ofrece el desarrollo de la unificación europea.Ahora bien, la sustitución de los Estados nacionales por una sola unidad europea, sin una correlativa transformación interna de los mismos, supondría la sustitución de un número determinado de Estados nacionales más o menos grandes o pequeños por un macro-Estado nacional, lo cual no haría sino reproducir, agravándolos hasta límites insospechados, todos los defectos de los actuales Estados nacionales.

Por ello, la organización del macropoder europeo implica necesariamente una profunda reorganización de los micropoderes a escala infranacional y, sobre todo, una profunda revisión del principio de soberanía, principio cuya defensa resulta difícilmente sostenible, al menos en su sentido clásico, a la vista de los datos que han quedado citados anteriormente. En efecto, en un mundo tan multilateralizado, ¿es posible mantener la idea de que los únicos depositarios de la autoridad soberana son los Estados? ¿Se puede seguir hablando todavía de soberanías indivisibles? ¿A qué otras instituciones hay que otorgarles, además o en lugar del Estado, el depósito de la soberanía? ¿Qué tipo de soberanía a unos y otros?

Actualmente, todos los Estados se hallan abocados de modo irremisible a un estrechamiento de sus relaciones de cooperación y a una renuncia a parcelas fundamentales de su soberanía, tanto en aspectos territoriales como sectoriales. El ejercicio del poder por parte del Estado está dejando de tener un carácter de exclusividad para basarse en criterios alternativos de compartición o concurrencia. A mayor cooperación entre los Estados, mayor el ámbito de asuntos que deben ser regulados conjuntamente y, en consecuencia, menor el ámbito de asuntos objeto de una soberanía exclusiva.

Es cierto que el gran público se resiste a cambiar las percepciones vigentes y sigue manteniendo todavía una identificación colectiva con el Estado. Pero en la realidad las cosas están cambiando de forma extraordinaria. El control jerárquico del Estado ha retrocedido ante complejas pautas de negociación. Las fronteras son penetrables y pierden su significado cuando actores no estatales pueden comunicarse a través del espacio. El Estado ha dejado de ser un actor unitario para convertirse en un marco más, no el único, en el que se negocian y resuelven las diferencias políticas. La acción colectiva Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior cada vez se escapa más de la jurisdicción del Estado. Por ello cada vez resulta más difícil mantener la idea del Estado como el garante, o al menos como el único garante, del "interés general".

Por otra parte, en el mundo actual el protagonismo de las relaciones internacionales no es ya exclusivo de los Estados, sino que corresponde a otros muchos entes, instituciones u organizaciones (intergubernamentales, no gubernamentales, infraestatales, o incluso a entidades privadas de carácter mercantil, profesional, cultural, social ... ). Estamos pasando de una rígida y hermética estatafización de las relaciones internacionales a una enriquecedora segmentación tanto territorial como funcional. Junto a la diplomacia, aparecen varias formas (global, interregional, transfronteriza, intermetropolitana ... ) de paradiplomacia cuyo sujeto no es el Estado, y que son perfectamente compatibles con la diplomacia estatal. Los entes regionales están adquiriendo un gran protagonismo en esa nueva paradiplomacia mediante una presencia cada vez más intensa (convenios de cooperación transfronteriza, conferencias de poderes locales y regionales, jumelages ... ) en el ámbito de las relaciones internacionales.

A la vista de todos estos datos, ¿sigue mereciendo la pena realmente seguir hablando de secesiones, por un lado, o de mantenimiento de unidades sagradas e indivisibles de la patria, por el otro? En el umbral del siglo XXI, ¿seguiremos siendo incapaces de desembarazarnos de los viejos demonios decimonónicos?

Gurutz Jáuregui es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad del País Vasco.

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