Gorriones de ocasión
La severa efigie de don Claudio Moyano, "grave autor de la Ley de Instrucción Pública y consecuente enemigo de la libertad", así le define el cronista Pedro de Répide, fue repuesta en su primigenia ubicación, en el rincón más amable y recoleto de la glorieta de Atocha, por decisión del grave pero irónico, escéptico y agnóstico, alcalde Enrique Tierno Galván que, salvando las distancias ideológicas y los prejuicios históricos, quiso reconocer tal vez el meritorio afán del conservador don Claudio, mentor de una ley que instituía la enseñanza primaria obligatoria. El adusto prócer, testigo inmutable del abigarrado tráfago de la plaza, a la que el nomenclátor oficial insiste inútilmente en llamar del Emperador Carlos V, goza hoy de mejores compañías que antaño, cuando la cuesta que lleva su nombre servía como aliviadero venéreo de los golfos noctámbulos paseantes del Prado. "Los gorriones del Prado" llamó a las meretrices que allí ejercian su oficio el escritor bohemio, cursi y sentimental Alfonso Vidal y Planas, monotemático en su breve producción teatral, dos obras, sonoro éxito y estrepitoso fracaso respectivamente, dedicadas a la redención por el amor de las hetairas madrileñas. Vidal y Planas, para dar ejemplo personalmente, redimió a una de ellas mediante el sacramento del matrimonio con las primeras pesetas ganadas en el teatro. El redentor viviría luego su particular calvario a causa de los celos y arrebatado por ellos acabó pegándole un pistoletazo a su rival literario y amatorio, un panfletista bravucón, sarcástico y chantajista ocasional. Los celos fueron al menos la coartada utilizada por su defensor en el proceso por el asesinato de Del Olmet, al que Vidal pasaportó en el vestíbulo del antiguo teatro Eslava, aunque en los ambientes de la farándula y del periodismo madrileños se aseguraba que el móvil real fueron los vejámenes públicos y las humillaciones verbales a las que el libelista venía sometiéndole desde hacía un tiempo. Vidal y Planas fue a presidio nimbado con la aureola popular del mártir, del hidalgo vengador de su honor.Don Claudio Moyano sigue impertérrito dando la espalda a sus dominios, al resguardo del antiguo Ministerio de Fomento; del que fue titular, tan ajeno hoy al mercadeo de los libreros cobijados en sus casetas adosadas y adheridas a las tapias del Botánico como ayer lo estuvo, al comercio camal que en sus entornos se efectuaba. A la sombra de su estatua, en una mínima y arenosa parcela, se ubica en los meses estivales una terraza, la primera o la última, según se mire, del longilíneo archipiélago de la Castellana.
Las casetas de esta permanente y superviviente feria del libro mienten a los ojos, engañan al espectador no avisado sobre su edad, maquilladas de gris con aires de venerable antigüedad a tono con su dedicación a los libros de viejo. Una afortunada remodelación sustituyó hace unos años las viejas estructuras de madera por estas sosias metálicas e ignífugas. Atiborradas de papel y ensambladas las unas con las otras, las librerías de Moyano representaban un más que considerable riesgo de incendio.
La Cuesta de Moyano es el equivalente de los bouquinistes del Sena pero en secano, una lonja terminal a la que vienen a parar indefectiblemente los libros fatigados y exhaustos tras un largo periplo de mano en mano, libros usados y abandonados por sus dueños, o tal vez huérfanos, pignorados fríamente por insensibles y pragmáticos herederos. En una misma banasta, igualados por el precio, se amontonan en confuso batiburrillo los más variados frutos del ingenio humano en democrática promiscuidad: biografías y monografías, prosas y versos, diccionarios, poemarios y recetarios, ficciones y especulaciones, manuales y memoriales, de ilustres o ignorados autores, el novel con el nobel, el académico y el excéntrico, los frívolos y los místicos, las vanguardias de ayer y los clásicos de siempre, todos de saldo, hermanados por la misma suerte.
Tal confusión puede inducir a error a los neófitos que se asoman por primera vez a sus profusos tenderetes, hacerles pensar que los libreros de la Cuesta venden al peso libros como si fueran patatas. Grave equivocación, detrás del mostrador de cada caseta suele haber un librero bibliófilo, un profesional experto que no hace alarde de sus tesoros de cara a la galería pero atesora en su trastienda rarezas bibliográficas, primeras ediciones, libros antiguos, curiosos, agotados o extraviados: "Libros perdidos como hombres arrastrados por el torbellino de la vida", como escribió Rafael Cansinos Assens, madrugador y asiduo pescador en este río revuelto que nace donde termina el parque del Retiro y desemboca mansamente en el tumultuoso cauce de Atocha tras besar el pedestal del ceñudo prócer que le presta su nombre.
En su relato autobiográfico La novela de un literato, Cansinos habla de la Cuesta de Moyano como un depósito judicial donde se amontonan los cadáveres literarios.
Necrófilo y bibliófilo, Cansinos exhumó en este panteón libros prematuramente enterrados, regateó y pujó por hacerse con ellos y luego retrató en las páginas de su implacable diario a los más significativos y carismáticos libreros de la feria como Bataller "Atila de los libros de viejo", don Primitivo, autor preclaro de La tormenta en el jardín, o el restaurador Federico Angulo, "Se curan los libros averiados y se da fuerza a los débiles", sabio y pícaro que fijaba a los mamotretos más sobados y sin valor de su tienda el precio unitario de 500 pesetas para reírse de los presuntos eruditos que frecuentaban su comercio.
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