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Francia, suspendida hasta septiembre

Chirac y Juppé se hunden en la impopularidad, crece la angustia social y se teme un otoño conflictivo

Enric González

Tienen una mayoría parlamentaria abrumadora y controlan todos los resortes del poder. Las cosas deberían irles bien. Pero les van muy mal. Jacques Chirac y Alain Juppé, presidente y primer ministro de Francia, respectivamente, chapotean en un pantano de desempleo, problemas económicos, corrupción político-financiera y desánimo social. Chirac y Juppé son impopulares y los franceses son infelices. No hay crispación, sino pesimismo y auténtico miedo al futuro. Una palabra, mundialización, resume todos los temores. Francia se siente desamparada ante un mundo irracional.La crisis existencial de diciembre, ese larguísimo mes de huelgas no exactamente corporativas, manifestaciones que pedían lo imposible -empleo- y estupor generalizado, no se ha cerrado todavía. Las mismas dudas, agravadas, se entrevén en las encuestas, los informes bancarios y las estadísticas: los franceses ahorran todo lo que pueden y creen que lo peor está por llegar. Se sabía que el presidente Chírac habría de hacer frente al desencanto creado por las promesas incumplidas del candidato Chirac, pero ni los más pesimistas esperaban tal desfallecimiento colectivo.

La mundialización, ese extraño fenómeno que obliga a desmantelar el estado del bienestar, a vivir peor y a sacrificar la política racional en el altar de una economía imprevisible, es la bestia negra de los franceses y un auténtico maná para la ultraderecha xenófoba y proteccionista de Jean-Marie Le Pen. "La angustia, el miedo de los asalariados es colosal. Esto puede arder tras las vacaciones", anuncia el sociólogo Henri Vacquin en su libro El sentido de una cólera.

En un nivel estrictamente político, las encuestas son concluyentes: Alain Juppé está quemado. Ya no se confía en él. Cuando esto sucede, el primer ministro, deja de ser un escudo para el presidente, y se convierte en un lastre. Juppé hizo un nuevo intento, por remontar la cuesta de su impopularidad con una comparecencia en televisión, la semana pasada, sin otro resultado que el de realzar su propia caricatura: arrogante, insensible, tecnocrático y sin ideas.

El domingo 14 de julio, fiesta nacional, le tocó el turno a Chirac, en su último gran mensaje a los franceses antes de vacaciones. Y lo que dijo fue descorazonador: mantenía la confianza en Juppé y, de cambiar a alguien, cambiaría a la ciudadanía francesa. "Sé bien que hay actualmente una inquietud profunda en el corazón y el ánimo de los franceses, una especie de desorden y de confusión que se desarrolla por la falta de moral", dijo. Para añadir que su Gobierno lo estaba haciendo bien y que la responsabilidad de la crisis era colectiva: "El crecimiento está en las manos de cada uno de nosotros", afirmó.

Juppé no lo ha hecho bien. Su tarea más titánica, la reforma de la Seguridad Social, no da frutos: con las nuevas medidas de ahorro, el déficit de 1996 tenía que ser de 17.000 millones de francos (340.000 millones de pesetas), pero ya se sabe que no bajará de 48.000 millones. En un año, ha establecido impuestos adicionales por valor de 2,5 billones de pesetas. El paro ha superado de nuevo el tope de los tres millones de personas, y casi cinco millones cobran el subsidio de reinserción. Para los próximos meses se anuncia más desempleo. El Gobierno ha efectuado bochornosas presiones sobre los jueces para evitar investigaciones sobre su gente, mientras el terrorismo ha rebrotado en Córcega. Lo peor de Juppé, con todo, ha sido su incapacidad de justificar los esfuerzos exigidos al país, su falta de talento para ofrecer un futuro mejor como recompensa a los sacrificios. Anoche, Juppé reunió por enésima vez a sus ministros para arengarles, para pedirles vigor y entusiasmo. La reunión de Matignon fue acogida con sorna incluso por los medios informativos más afines al poder.

Chirac cuenta con Juppé porque no ve alternativa. Nombrar a otro primer ministro para hacer otra política supondría romper con Maastricht, algo inasumible hoy por hoy, y reconocer un gravísimo error personal. Para hacer la misma política que Juppé, pisando menos callos, sólo valdría el traidor Édouard Balladur, un hombre a quien Chirac no desea tener cerca.

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Chirac, además, se entiende bien con Juppé, y hasta ahora ha estado esperando un cambio en la coyuntura económica internacional que les permitiera a ambos rehacerse.

Pero la coyuntura ya es buena en todo el mundo industrializado, salvo en Europa. Y los presupuestos restrictivos previstos para el año próximo en casi todos los países de la Unión Europea auguran borrascas para el próximo año.

El presidente tenía previsto cambiar algunos ministros antes de vacaciones, para devolver a primera fila algunas figuras balladuristas y liberales, como Charles Pasqua o François Léotard. El propósito era reanimar un Gobierno comatoso y, sobre todo, cerrar los desgarros abiertos por las presidenciales en la coalición conservadora, con la mirada puesta en las legislativas de 1998. No ha habido cambios por ahora, y en los escaños de la derecha se ha extendido la opinión de que es el propio, Juppé quien debe irse.

Los sondeos son alarmantes para los conservadores, que disponen de 484 diputados frente a sólo 93 de la izquierda. Los franceses empiezan a ver como un mal menor la cohabitación, es decir, un presidente conservador con un Gobierno socialista. Los diputados gaullistas y liberales ven en peligro su bien más preciado, el escaño, y empiezan a exigir a Chirac un nuevo jefe de filas para acudir a las elecciones. Pero, tan desorientados como los ciudadanos de a pie, no saben quién puede ser su líder.

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