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Los otoños del descontento

Media España anda buscando a la otra media en programas de televisión que reúnen de nuevo hermanos extraviados, viejas amigas y familias enteras. Para otoño es previsible que los sindicatos decidan buscarse a sí mismos, para saber cómo les conviene reaccionar ante las políticas del Gobierno de Aznar. Puede ser una prueba escabrosa para el Gobierno liberal-conservador pero, sobre todo, la apuesta quizá definitiva para el sindicalismo español, salvo que se conforme con quedarse en el desván como un armatoste más o menos subvencionado, incluso considerando que la Unión Europea es hoy el último reducto del poder sindical.El Gobierno ha definido su papel como inicialmente ajeno al choque de luchadores de "sumo" que pueda resultar de las negociaciones entre empresarios y sindicatos. Como pretensión, vendría a ser el efecto tutelar, pero voluntariosamente remoto del aficionado al aeromodelismo que los domingos por la mañana maneja una maqueta de Spitfire con su mando a distancia. Como realidad, consta la memoria de las movilizaciones sociales que acogieron al Gobierno Juppé, las primeras manifestaciones sindicales en Alemania -cuna del pacto entre empresario y sindicato- o el hecho de que los electorados de Suecia y Holanda hayan reaccionado en contra de reformas fundamentales del Estado de bienestar.

En España, la circunstancia requiere una capacidad política equiparable a los logros quirúrgicos de la tecnología láser. Se trata, al fin y al cabo, de conseguir abaratar el coste del despido a cambio de empleo estable sin que abunden los titulares de movilización social o aun de confrontación callejera. Provisionalmente, el desenlace óptimo sería un acuerdo que guardase las apariencias de un encuentro sin vencedores ni vencidos. Ni la desindicalización ni la estrategia del búnker; ni la quiebra de autoridad ni el acoso y derribo del sindicalismo.

Jubilados en su día los grandes dinosaurios del sindicalismo hispánico, los nuevos sindicalistas aún pueden caer en la tentación del aparato corporativista, preservador de privilegios y sin otro arraigo que la empresa pública. Lo prueba la facilidad con que se dedican a querellas internas, aventuras de gestión incierta o al espectáculo bronco de los piquetes. Por contraste, una nueva estrategia sindical atenderá a cambios sociales y tecnológicos, a nuevos modos de vida, frente a un inmovilismo que les convertiría en organizaciones irrelevantes, sin que haga falta barajar hipótesis sobre el nuevo siglo.

Un pulso mantenido en condiciones desiguales pudiera evocar el retroceso espectacular de las trade unions ante Margaret Thatcher en el Reino Unido, donde el sindicalismo había logrado ser uno de los más potentes del mundo. En la hipótesis táctica que pretendiese combinar erosión del Gobierno e imperativo territorial del sindicalismo, un engrase precipitado de las correas de transmisión entre la izquierda y los sindicatos a lo sumo beneficiaría tan sólo a la izquierda política: ningún sindicalista con capacidad de calibrar la realidad puede en estos momentos estar completamente seguro de que, en caso de conflicto abierto con el Gobierno, la correlación de fuerzas jugase a su favor. Esa pérdida de incidencia del sindicalismo en España es a su vez la incógnita que el Gobierno debe milimetrar al máximo. Quizá, le vaya en ello parte del avance morigerado y sólido de sus primeros meses, corroborado por estados satisfactorios de opinión. Después de las primeras medidas económicas del Gobierno de Aznar, su actuación política en materia de mercado laboral, el horizonte de las pensiones, el programa de privatizaciones y otras variaciones de rumbo en el Estado de bienestar han de adquirir una corpulencia política que no podrá ser camuflada con los efectos de fumistería y cortocircuitos -fortuitos o deliberados- que se produzcan entre el Ministerio de Trabajo y el Ministerio de Industria.

En términos menos políticos, sucede que con o sin valor axiomático la experiencia constata que a mayor regulación, mayor desempleo: hasta cierto punto, el joven sin trabajo o quien lleve tiempo en el paro tiene más razones -pocas o muchas, acertadas o puro disparate- para confiar en el nuevo Gobierno que en unos sindicatos que pocos puestos de trabajo han contribuido a crear. Decir que la falta de flexibilidad en el mercado laboral es el peor obstáculo para quien esté en el paro ya no es la chifladura de algún economista, sino el mayor consenso de opinión cualificada que se manifiesta desde hace un tiempo en la Unión Europea -y en el Banco de España-. Por lo demás, el contribuyente también, puede considerar que las decisiones políticas corresponden legítimamente a los Gobiernos electos y no a sindicatos carentes de representatividad por escasa afiliación. Según decía el poeta, otoño es la estación de las nieblas y de los frutos maduros pero, para bien o para mal, todavía tienen que llegar las vacaciones pagadas de agosto.

Valenti Puig es escritor.

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