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Tribuna
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Debate público

El Estado es aún titular de numerosas empresas públicas, y digo aún porque lo que queda son los sustanciosos restos de una eliminación de patrimonio público empresarial que comenzó, lenta e incesantemente, en 1984, más o menos: Seat, Pegaso, Repsol, Argentaria, Fertiberia, Galerías Preciados, Hytasa, Intelhorce, y tantas otras se deslizaron o dieron de bruces en el sector privado.Suele recordarse menos todavía el origen histórico-político de esas empresas públicas. Si prescindirnos de algunos rastros del antiguo régimen que sobrevivieron a la desamortización de Mendizábal y a otras orgías liberales, como las Minas de Almadén, el grueso de las empresas públicas, o lo que queda de ellas, proviene de tres impulsos políticos: el primero fue el de la dictadura de Primo de Rivera, y su protagonista máximo don José Calvo Sotelo; así se creó gran parte de la banca oficial, Campsa y Telefónica, por ejemplo; el segundo fue de la época de la política económica autárquica, con el general Franco al frente de los destinos de la patria y el almirante Suances como protagonista principal (el INI, para entendemos); el tercero, mucho menos importante, no fue fruto de ningún designio político, sino de la necesidad impuesta por las consecuencias de la crisis económica del petróleo, que coincidió, en gran medida, con la transición política; sucedió en el último franquismo, en el tiempo de UCD, y también podríamos ubicar aquí el primer Gobierno socialista que expropió Rumasa y sus derivados (casi todo privatizado con gran presteza).

Parece razonable, por tanto, afirmar que el meollo de la empresa pública estatal fue creado por lo que sin rubor podríamos llamar la derecha [Calvo Sotelo (José), Primo de Rivera (Miguel), Franco, Suances, López Bravo], al menos en aquella abrumadora parte de empresas que fue producto de una decisión política de hacer y no la resignada aceptación de lo inevitable en concepto de apagafuegos social (Segarra, Hytasa, Intelhorce, y otras). Para completar el cuadro conviene tener presente lo que en estos días se oye: la política de privatizaciones que anuncia el nuevo Gobierno es de derechas. Todo lo cual destapa algunas perplejidades.

La primera es que, según quien la haga, la misma o parecida política (privatizar, por ejemplo) merece enjuiciamientos opuestos: si se hace por unos, es política social inteligente y moderna; si se hace por otros, es retrógrada, o viceversa. La segunda es que el juicio político, sobre todo a corto plazo, se suele construir sobre construir lo que se dice y no sobre lo que se hace; no es lo mismo privatizar sin grandes proclamas que con grandes proclamas; lo terrible, al parecer, son las proclamas. Ya ocurrió, por ejemplo, con la reforma fiscal de la transición: provocaban las palabras que los hechos.

Lo más grave es que este discurso político de baja estofa extiende un velo sobre la realidad, de modo que ésta queda impenetrable para la gente del común, que es la que vota. Las palabras se utilizan de modo que no sean expresión del razonamiento, sino, bien al contrario, cortinas que impidan la visión, a modo de cataratas. Las llamadas al corazón (o a otras vísceras no tan nobles) cubren intereses de gentes o grupos mucho más concretos que la clase trabajadora, los pobres o los llamados ciudadanos corrientes. Al privatizar se puede sopesar, en el conjunto y caso por caso, el porqué, el cómo, el cuánto, la previsión del futuro y hacer un juicio de valor, siempre que nos tomemos el trabajo de pensar y razonar.

También resulta gracioso que sindicatos y gentes que se autodefinen de izquierda sean las defensoras Últimos de los restos de designios político-económicos de don José Calvo Sotelo y don Francisco Franco Bahamonde, entre otros. De donde quizá alguien pueda concluir (erróneamente, por supuesto) que en algún momento alguna derecha tuvo razón, la que creó las empresas públicas, o la que las elimina, que, por lo demás, dicen que es la misma, eterna, imperecedera. Y, por último, también es de recordar la especial responsabilidad por la dignidad del debate público de quienes, no siendo políticos en la brecha, y con profesión proclamada que algo tiene que ver con el ejercicio profesional de la razón, gente, digamos, del sector intelectual, no sólo se dejan seducir por sus prejuicios, sino que son, al fin, los principales valedores de la obnubilación de ese debate.

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