Tolstoi y la guerra del Cáucaso
El autor compara el conflico checheno con la situación que el escritor ruso vivió y retrató en 'Haxi Murad'
León Tolstoi vivió la guerra del Cáucaso entre 1851 y 1853 como funcionario estatal y oficial de artillería. El calado y perennidad de esta experiencia se mide en la narración que empezó a redactar al cabo de más de cuatro décadas aun a sabiendas de que nunca sería aprobada por la censura. El lapso de decantación de sus ideas y emociones primerizas le permitió ahondar en el conocimiento histórico de los hechos, tras la segunda e igualmente sangrienta "pacificación" de Chechenia. Obra madurada, compuesta y corregida a saltos durante la vejez del autor, Haxi Murad no vio la luz sino después de su muerte. La primera edición rusa de 1912 sufrió aún de los tijeretazos y costurones de los celosos cirujanos de ideas: el texto íntegro tuvo que ser publicado en Berlín.Para quien haya seguido con atención los acontecimientos de Chechenia desde la proclamación de la independencia por general Dzhojar Dudáiev hasta la intervención militar "por unas horas" en diciembre de 1994 y la nueva interminable "pacificación", un recorrido de las páginas del relato es sumamente esclaredor: genera una visión en profundidad de los hechos que lee diariamente en la prensa y éstos a su vez impregnan la lectura de la obra de una pugnaz y dolorosa impresión de actualidad.
En torno a la seductora y contradictoria figura de Haxi Murad, lugarteniente del imam Shamil -cuya fugaz deserción a los rusos y muerte a manos de ellos tras una frustrada tentativa de evasión se funda en un caso real, avalado por fuentes históricas Tolstoi traza un cuadro sobrio, sin concesión patriotera alguna, de la conquista rusa del Cáucaso. La brutalidad de la represión zarista frente a la resistencia coriácea de los chechenos, las rivalidades en los círculos del poder y sus tácticas contradictorias, el triunfalismo grotesco, incompetencia de los mandos y corrupción de sus jefes y oficiales son descritos a vuela pluma pero sin piedad. Así, nos enteramos de que Ia brillante hazaña del ejército ruso" celebrada en la prensa es en realidad una emboscada chechena en la que perecieron decenas de soldados, caídos heroicamente "en defensa del Zar, la Patria y la Fe Ortodoxa". Mientras hilvana la bella narración de la entrega y cautiverio dorado del héroe, el autor califica de pasada a los militares, por boca de uno de ellos, de Iadrones y salteadores", capaces de vender sus armas a los rebeldes para pagar sus deudas de juego; menciona la existencia de oficiales que se apropian del dinero destinado a la tropa y de un coronel amenazado de consejo de guerra por malversación en el suministro del regimiento; señala los estragos del vodka y desfalcos de los responsables de intendencia; esboza un cuadro burlesco y sombrío de la pirámide de corrupción general reinante desde la base a la cima. Como Yeltsin, el gran Nicolás I estaba convencido de que en esta "pirámide del funcionariado montado sobre el pueblo y contra el pueblo", descrita gráficamente hoy por Serguéi Kovaliov, todo el mundo robaba. "Sabía que era indispensable castigar a los cohechadores y ladrones pero igualmente que ello no impediría hacer exactamente lo mismo a quienes vinieran a reemplazarlos. Lo propio de los funcionarios era robar, su deber de zar sancionarlos y, por fastidioso que fuere, cumplía de modo cabal con su cometido ¿Puede hallarse una descripción más ajustada en su sobrecogedora continuida la que nos procuran hoy los corresponsales extranjeros acreditados en Moscú y los órganos de la prensa independiente rusa no acallados todavía por la censura del nuevo zar?
La audiencia de Nicolás I a su ministro de Guerra Chemishov -¡cualquier semejanza con Pável Grachov o el inefable Mijaíl Barsukov es simple coincidencia!- da a Tolstoi la oportunidad de recrear la atmósfera de rastrera y rahez adulación que rodea al autarca: el valor de sus consejeros y hombres de confianza se mide, como ahora, por el grado de inclinación del espinazo en sus reverencias y la obediencia ciega a sus órdenes contradictorias y versátiles. De nuevo, el lector cree vivir escenas representadas por actores contemporáneos: vagarosas promesas de paz de cara al buen pueblo entreveradas de proclamas exterminadoras, según los humores del déspota.
"El servilismo de su séquito -continuo, manifieste. y contrario a la evidencia- le llevaba al extremo de no ver sus propias contradicciones, de no cotejar sus actos y palabras con la realidad, con la lógica y ni siquiera con el sentido común; y estaba plenamente convencido de que todas sus disposiciones, tan insensatas, injustas y opuestas entre sí, resultaban sensatas, justas y equilibradas porque eran suyas".
El programa de Nicolás I -arrasar viviendas, destruir cosechas y hostigar sin tregua a los bandidos- se cumple al pie de la letra:
"En la aldea no quedaba un solo habitante. Los soldados tenían órdenes de prender fuego al trigo, al heno e incluso a las saklias [casas]. Un humo ocre se extendía por todo el poblado y, envueltos en él, los soldados se apoderaban de cuanto encontraban en las viviendas, atrapaban y mataban a tiros a las gallinas que los montañeses no pudieron llevar consigo".
Mejor informado que Mijaíl Lérmontov sobre la índole religioso-patriótica de la resistencia chechena, Tolstoi refiere con pinceladas precisas el proselitismo de los murids y su prédica del gazauet o guerra santa en las aldeas del vecino Daguestán pero, curiosamente, no señala su adhesión a los principios y reglas de la vasta y aún indemne cofradía nakshbandía cuyo guía era Shamil. La semblanza que bosqueja de éste no tiene nada de lisonjera: su autoritarismo, como el del general Dudáiev 140 años más tarde, alimentaba el descontento de un sector de su pueblo y favorecía deserciones como la del héroe de la narración mas su condición de jefe espiritual y su estricta aplicación de la sharia aglutinaban a su alrededor a todos los montañeses reacios a la lógica imperial y los beneficios del progreso del "civilizador" ruso. Los "criminales, mafiosos, terroristas y asesinos" denunciados regularmente por Yeltsin y Grachov -a quienes habrá que extirpar "como un tumor canceroso" con bombardeos aéreos masivos, lanzamisiles de cohetes múltiples, machaqueo artillero, tácticas de "tierra quemada" y asaltos de los cuerpos de élite- son los descendientes de estos chechenos admirablemente retratados por la pluma justiciera de Tolstoi:
"Los ancianos se habían reunido en la plaza y, sentados en cuclillas, juzgaban la situación. Nadie hablaba de odio a los rusos. Lo que sentían los chechenos, chicos y grandes, era algo más fuerte que el odio. No odio, sino asco, repulsión, perplejidad ante esos perros rusos y su necia crueldad, y el deseo de exterminarlos como se exterminan las ratas, las arañas venenosas y los lobos, un sentimiento, en fin, tan natural como el instinto de conservación".
La indignación moral de personalidades como Serguéi Kovaliov, ex jefe de la Comisión de Derechos Humanos adscrita a la Presidencia, de Yelena Bonner, viuda de Sájarov, y de numerosos intelectuales y demócratas puede prevalerse así de la indiscutible autoridad de Tolstoi y su influencla perdurable en el pueblo ruso. Haxi Murad no cae en modo. alguno en el catálogo de los panfletos denunciadores de los atropellos del colonialismo; es una excelente narración, sutil y matizada, que brinda la palabra a los diferentes protagonistas del conflicto: a opresores y oprimidos, a oficiales seducidos por la vida y costumbres primitivas del Cáucaso -como Butler, probablemente un alter ego del autor- y a personajes llenos de recovecos y casi indescifrables como el que da título al libro. La balada cantada a Haxi Murad por uno de sus fieles, con su leve y punzante invocación a la muerte, constituye uno de los pasajes más conmovedores de esta obra breve, pero de rica enjundia.
Con la revolución de 1917, los chechenos se acogieron a las promesas liberadoras de Lenin a los pueblos sometidos al yugo zarista. Mas el Emirato del Norte del Cáucaso fue pronto denunciado, combatido y aplastado como en tiempos de Shamil y Kunta Haxi. Desde 1924, la lucha contra los "bandidos" y "fanáticos", apenas mencionada en la prensa, prosiguió de manera implacable hasta mediados de la siguiente década. No hay testimonio literario de ella: sólo escritos de propaganda oficial y documentos internos del Ejército y los organismos de Seguridad. Tras la deportación masiva de los chechenos a Kazajstán el 23 de febrero de 1944, tenemos noticia de ellos gracias a las páginas de Solzhenitsin en el tercer volumen del Archipiélago gulag. La experiencia compartida de los campos plasmó en un retrato admirativo de este pueblo caucásico unido en la adversidad y aguerrido en más de un siglo de luchas, no obstante su descripción cruda de las costumbres clánicas y la venganza de honor familiar que treinta años de sovietización no alcanzaron a desarraigar:
"Pero había una nación [en el gulag] que nunca cedió, nunca adoptó el hábito mental de la sumisión -no sólo un puñado de rebeldes sino la nación de cabo a rabo- Me refiero a los chechenos... [Éstos] nunca buscaron agradar, congraciarse con, los jefes; su actitud era altiva y, en verdad, abiertamente hostil. [...] Una cosa extraordinaria merece ser señalada. Nadie podía impedirles vivir como vivían. El régimen que había gobernado la tierra durante tres décadas no podía forzarles a respetar sus leyes".
Tras el regreso al Cáucaso en la era de Jruschov, las ascuas del fuego independentista permanecieron cubiertas de cenizas: un largo periodo de ketmán en el que los sufís kadirís mantuvieron sus estructuras secretas intactas. Hoy, el incendio se propaga y la necia crueldad de la historia se repite. Los Shamil Basáiev, Salman Radúiev, lobos solitarios y nietos del imam Shamil, parecen arrancados de las páginas de Lérmontov y Tolstoi. También los asaltos al "nido de bandidos" de Dudálev suenan familiarmente en nuestros oídos: se trata de la aldea de Vedenó, bastión y refugio del imam Shamil.
La obra de Tolstoi se abre y se cierra con la minuciosa descripción de un cardo silvestre de flores de color frambuesa. El empeño del narrador en cortarlas y agavillarlas en un ramillete se revela arduo e inútil. El tallo espinoso pincha como un erizo, su fibra es correosa y dura y las tentativas de descabezarlo concluyen en fiasco. "Lamentando haber destruido una flor tan hermosa, la tiré. ¡Pero qué fortaleza, qué energía vital!, me dije al evocar el esfuerzo que me había costado arrancarla. ¡Cómo se defiende y cuán cara ha vendido su vida!", escribe.
La mata de cardo tronchada, con muñones de brazos mutilados, tallos rotos y flores ennegrecidas, aplastada por el peso de un carro, es la primera imagen que viene a las mientes del viajero que pone los pies en Chechenia: mas el cardo ha vuelto a alzarse y, aunque lisiado y maltrecho, se mantiene erecto. Como observó agudamente Tolstoi, su savia no se rinde.
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