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Revolución posliberal

La Universidad no sólo exige impartir rutinarias lecciones académicas, sino que además impone organizar seminarios donde alevines de doctores velan sus primeras armas, entrenándose en el arte de impresionar al oponente. Y es en estos espacios de debate donde a veces, inesperadamente, salta la liebre, naciendo de la discusión la idea más brillante: serendipity lo llamó Merton, refiriéndose a los descubrimientos casuales. Es lo que pasó hace poco, cuando Emilio, matriculado en mi curso de doctorado, propuso darle formalmente la vuelta al argumento que yo había. planteado en estas mismas páginas. Se trataba de mi columna Cambios (2 de mayo de 1996), donde insinué que los socialistas, en su incipiente oposición al programa de Aznar, se estaban deslizando hacia el uso de una retórica conservadora, tal como las clasifica Hirschman por su oposición a las políticas promotoras del cambio.He de aclarar que mi curso de doctorado se centra en la obra de Hirschman, y que ese 'día discutíamos su último libro, Retóricas de la intransigencia, donde el maestro germano afincado en Princeton analiza los tres tipos de crítica que se suelen esgrimir contra los intentos de cambiar la sociedad desde el Estado. Los conservadores se oponen al intervencionismo reformista: primero, porque genera efectos secundarios o colaterales de naturaleza perversa o contraproducente (retórica de la perversidad); segundo, porque pone en peligro y amenaza con arruinar los avances ya conquistados anteriormente (retórica del riesgo); y tercero, porque resulta infructuoso, dada la inutilidad redundante de sus efectos superficiales (retórica de la futilidad).

Pero Hirschman señala, como cierre de su libro, que también los progresistas han caído en la tentación de esgrimir las mismas figuras retóricas, sólo que utilizadas en un sentido opuesto, tratando de promover el cambio interventor. En efecto, la retórica progresista, sea reformista o revolucionaria, suele defender sus propuestas de ingeniería social alegando: primero, que si no se interviene con urgencia, la situación se deteriorará y devendrá insostenible (perversidad del inmovilismo); segundo, que es imprescindible intervenir para poder reforzar y consolidar los avances previos, profundizando en ellos (riesgo del inmovilismo), y tercero, que es inútil oponerse a la inminencia del cambio ineluctable, que de todos modos se impondrá por sí solo (futilidad del inmovilismo). Y Hirschman concluye su libro alertando contra las falacias ocultas tras las tres retóricas, ya sea que se usen para oponerse al cambio, al modo conservador, o para exigirlo, al modo progresista.

Sobre ese esquema, yo planteaba la hipótesis, fundada en la autoridad de Giddens, de que hoy los socialistas se estarían convirtiendo al conservadurismo, ya que su denuncia de la revolución neoconservadora se basa en profetizar una cascada de catástrofes sin cuento, caso de triunfar la mentada revolución. Ante todo, se generarían seguros efectos perversos: despidos y desempleo, precariedad laboral, caída de los salarios, dualización social, desigualdad económica, etcétera (retórica de la perversidad). Después, peligrarían todas las conquistas en protección social logradas con la construcción del Estado del bienestar: se privatizaría la enseñanza y la sanidad, se arruinaría el sistema público de pensiones, se perdería la universalidad de los servicios de asistencia, etcétera (retórica del riesgo). Y además, las reformas neoliberales tampoco cambiarían nada, en realidad, limitándose al maquillaje cosmético capaz de recomponer el excedente de explotación y la tasa de ganancia de la propiedad privada (retórica de la futilidad): en frase de Lampedusa, es preciso que todo cambie para que todo siga igual.

Pues bien, durante aquella sesión del seminario, Emilio invirtió la dirección de mi hipótesis. Lo que sucede, sostuvo, no es que los socialistas caigan en la falacia del conservadurismo, sino que se trata, por el contrario, de que los conservadores están plagiando falazmente la retórica progresista del presunto cambio necesario. Por eso recurren a las tres mismas figuras retóricas (perversidad, futilidad y riesgo) que utilizaban antes, cuando intentaban conservar su viejo orden intacto: sólo que ahora las reutilizan vendiéndolas a la manera reformista, como urgente necesidad de un cambio. Y han logrado convencer de su presunto reformismo incluso a sus adversarios, imponiéndoles sus propias reglas del juego. Así es como, persuadidos por la retórica de la revolución neoliberal, los socialistas se han replegado a la defensiva, aceptando el desairado papel de conservadores a su pesar.Y, en efecto, si se hace el experimento propuesto por Emilio de aplicar el esquema de Hirschman a la retórica de la revolución neoliberal, como hicimos nosotros aquel día, se advertirán perfectamente las falacias del invento. ¿Cuál es el truco con que los conservadores nos venden su presunta revolución? Ante todo, la retórica de la perversidad. Se supone, al decir de ellos, que si continuamos manteniendo intacto el vigente Estado del bienestar, y no logramos contener y reducir el déficit generado por el improductivo gasto social, correremos hacia la peor catástrofe, pues los ineluctables efectos perversos serán ciertamente seguros. La falacia es evidente, porque lo que estrangula las potencialidades de crecimiento económico no es el gasto público, que, a fin de cuentas, se vuelve a reinvertir indirectamente, sino el mucho más ingente gasto privado especulativo que se volatiliza cada día en los mercados financieros, sin que pueda volver a reinvertirse en la economía real. Ése sí que es el auténtico derroche suntuario e improductivo: la posmaltusiana trampa de la riqueza que estrangula las posibilidades de crecimiento económico posmoderno.

Además, la retórica del riesgo. Afirman los neoliberales que si no procedemos a ejecutar su programa de cambio radical, nos precipitaremos al abismo del limbo extraeuropeo, perdiendo todos los trenes de la historia a los que a duras penas nos habríamos encaramado en el último momento: Maastricht, moneda única, mundialización y tantos otros espejismos que se desvanecen en el aire en cuanto te aproximas a su encuentro. Y, en fin, por último, la retórica de la futilidad. Se nos dice que, en realidad, no tenemos alternativa posible, pues es inútil oponerse a los inescrutables designios de las leyes del mercado, sustitutas posmodernas de las viejas leyes de la historia, contra cuya jurisdicción mundial sería imposible elevar recurso alguno. Así es como los

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Revoludón posliberal

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neoliberales, pese a su voceada devoción por Popper, pretenden que creamos en el fatal destino inevitable de la necesidad histórica, sincrónicamente revelada por la volonté générale de los mercados, ante la que resultaría fútil cualquier intento de rebelarse. Pero no dejando resquicio alguno para que intervenga la libre decisión de los humanos, a estos profetas de la necesidad financiera ya no se les puede considerar neoliberales ni liberales- sino, todo lo más, posliberalés.

¿Cabe extraer alguna moraleja de este trueque de retóricas entre conservadores y progresistas, qué entrecruzan sus compromisos cambiantes? Puede que sí, pues basta reconocer, para rehuir tanta falacia, que ninguna profecía está predestinada a cumplirse: ni las catastróficas ni las providenciales. Y para ello quizá convenga aceptar un cierto retorno a Popper. Pero no al Popper antiestatal, sino al adalid de la sociedad abierta, que rechaza toda profecía y descarta la necesidad tanto del futuro perfecto (retórica de la providencia) como del imperfecto (retórica del efecto perverso). No es preciso creer en la revolución posliberal, ni aceptar por tanto la presunta necesidad de sus consecuencias benéficas o perversas, pues todo futuro está necesariamente abierto: y si es reformable sobre la marcha, se debe sólo a su carácter impredecible, contingente, revocable e incierto.Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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