Diálogo entre el gusto y las pasiones
Asociación FilarmónicaTeresa Berganza, mezzo, y Grupo Zarabanda.
Director: Alvaro Marías. Obras de MeruIa, Monteverdi, HaendI, Telemann, Scarlatti y Vivaldi. Auditorio Nacional. Madrid, 15 de junio.
La Asociación Filarmónica presentó a Teresa Berganza con el Grupo Zarabanda de Álvaro Marías, esta vez en forma de trío, en un programa excepcionalmente bello y capaz de convocar una muy crecida cantidad de público a pesar de la fecha y las calores, femenino y plural que en Andalucía reservan para el máximo bochorno.Cierto es que Teresa Berganza, Marías, el violonchelista barroco Alain Gervreau y la clavecinista Rosa Rodríguez contaron con buenos aliados: Merula, Monteverdi, Alessandro Scarlatti, Vivaldi y Telemann, para darnos un inteligente resumen de la cantata barroca, salvo el aria y el increíble Lamento de Ariadna, de Claudio Monteverdi.
Tan valioso repertorio de la cantante madrileña, cuya fama más extendida circuló a través de los pentagramas de Rossini y Mozart, responde acaso a sus más íntimos y primeros amores, cuando triunfaba en L'Incoronazione di Poppea, o se ganaba en la Scala, como Dido el aplauso de todos, incluida la crítica positiva del exigente Eugenio Montale. Ahora, Berganza parece hacer suya la divisa del viejo Verdi: volvamos a lo antiguo y será un progreso.
De lo que Teresa Berganza no puede, ni probablemente quiere, es dejar de marcar a todo autor que interpreta -del pretérito remoto, de ayer o de hoy mismo- con el sello indeleble de su personalidad. Entonces, Monteverdi, sin dejar de ser quien fue, aparece berganzeado, igual que Alessandro Scarlati, Haendl o Vivaldi.
Veracidad
Al actuar con Zarabanda, regido por la voluntad de estilo, hija del largo estudio y el detenido análisis característicos de Álvaro Marías, se ganan cuotas de veracidad. El flautista y director parece seguir a su padre en la búsqueda de lo verídico. Si en música la verdad es mucho más relativa que en la práctica intelectual, no por ello deja de existir e impone un doble imperativo: el pensamiento legado por el autor y la lógica demandada por sus obras. La juntura de ambos criterios, en ideal suma y voluntario consenso, nos deparó una tarde de música grande en la que las pasiones y los afectos parecían moderados en la base -el grupo instrumental- y agudizados en la altura: la solista despojada de su natural divismo.
No cabe duda de que escuchamos un Lamento de Ariadna sustantivamente fiel pero distinto. Ese canto turbador, por el que tanto hizo el jesuita español Esteban Arteaga, encierra en sus pentagramas la mayor carga expresiva conocida hasta aquella fecha y quizá nunca superada. Verganza se recreó en las frases, silencios y cesuras como lo hizo en el aria del cremonense, Ed é pur dunque vero, o en la pura simplicidad del bergamasco Tarquinio Merula, con el que inició su actuación. Palpitó el corazón del lírico y formalista Haendl, y emergió la humanidad que Telemann esconde en mucha de su música para alcanzarse la cima de la luz en la vitalidad de Scarlatti y Vivaldi. Entre los bises destacó uno de Sebastián Duron entendido y dicho con el mejor quiebro gracioso de nuestra cantante. Hubo entusiastas ovaciones para todos y una admirable conjunción y coprotagonismo de la mezosoprano y el grupo. No se traicionó a la historia, pero se hizo música profundamente sentida y vivida.
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