Hungría busca el rostro humano del capitalismo
Europa del Este pretende alcanzar un término medio entre seguridad sin libertad y libertad sin seguridad
ENVIADO ESPECIALMarx, Lenin, Engels, los venerados iconos del socialismo planetario, excepto Stalin, se alinean unto a los nacionales en grandes y hermosas figuras a las afueras de Budapest. Es un parque de estatuas donde los húngaros, a diferencia de la mayoría de sus vecinos centroeuropeos, han trasladado civilizadamente, para preservarla, la memoria en bronce de su pasado comunista.
El museo refleja un país mucho menos atormentado por su pasado reciente que la mayoría de sus vecinos centroeuropeos. Para su desconsuelo, esta confianza en sí mismos no se extiende a las prosaicas realidades económicas de la vida. Hungría vive desde el año pasado bajo la losa de un drástico programa de austeridad destinado a domesticar una desbocada deuda exterior y un déficit presupuestario insostenible. Los socialistas en el poder, antiguos comunistas, han contado a los ciudadanos que el comunismo del gulash, que hizo del país un oasis de prosperidad relativa entre los satélites de Moscú, estuvo financiado por la deuda exterior y que se ha acabado la posibilidad de vivir de los préstamos internacionales.
Llegaron triunfalmente con las elecciones de 1994 predicando una economía social de mercado y han acabado yendo más allá que la derecha de siempre en la aplicación del ajuste. El ex ministro de Finanzas Lajos Bokros, un banquero dimitido en febrero de este año y arquitecto del riguroso programa estabilizador aprobado en marzo de 1995, lo ha descrito crudamente: "La misión histórica del Gobierno socialista es hacer retroceder las fronteras del Estado del bienestar". La receta Bokros ha comenzado a surtir efecto, pero la convalecencia húngara será larga y penosa.
A lo largo de 1995, el año de las lágrimas, los húngaros han visto recortado su presupuesto educativo, endurecidos los requisitos para cobrar el paro y multiplicados los precios energéticos. Los beneficios de la maternidad, que se prolongaban tres años (a pesar de lo cual la población del país está en disminución neta desde hace una década), se han reducido a uno. Los salarios se redujeron un 12%, y lo harán en un 5% en 1996. Como en la envidiada República Checa, también los húngaros se echaron a la calle para protestar por tener que pagar a los médicos o por enviar a sus hijos a la Universidad, a lo que no estaban acostumbrados. Tampoco a una inflación cercana al 30%, alimentada por la sostenida devaluación del forinto.
Las urnas, mejor que la calle, reflejan en Europa oriental esta rebelión de los ciudadanos, que quieren apartarse de los aspectos más lacerantes del capitalismo hacia fórmulas más sociales, las mismas que sirvieron a sus vecinos occidentales durante los 30 años posteriores a la II Guerra Mundial. La añoranza de la red protectora socialista sigue ahí. Los votantes -recientemente los checos, hace dos años los húngaros, los búlgaros o antes los polacos- rechazan unos desajustes para los que no están preparados, en busca de un término medio entre la seguridad sin libertad de los caídos regímenes comunistas y la libertad sin seguridad que les ofrecen ahora sus nuevos dirigentes, irónicamente herederos de aquéllos en la mayoría de los casos.
El Gobierno húngaro no es excepción. Empuja en casi todos los frentes, y lo peor está por venir. La edad de retiro, fijada ahora en 60 años para los hombres y 55 para las mujeres, pasará a 62. 10.000 camas hospitalarias desaparecerán, si se consigue vencer el rechazo de los médicos, y la Seguridad Social será puesta patas arriba para reducir a menos de la mitad, como lo exige el Fondo Monetario, su enorme déficit. Inevitablemente habrá más parados que sumar al 11% actual.
La realidad callejera, sin embargo, sugiere que estas lúgubres estadísticas han de ser manejadas con precaución. Al menos un 80% de los desempleados, según informes coincidentes, tienen una fuente ocasional de ingresos. La chapuza y el subempleo están a la orden del día. Un informe encargado por la oficina del primer ministro, hecho público en febrero, afirma que el 70% de las transacciones en el sector servicios no dejan rastro fiscal. La evasión de impuestos, según este estudio, rondaría los 90.000 millones de pesetas anuales, en un país con la cuarta parta de población que España. Tras 40 años de régimen socialista, el fraude se ha convertido en un deporte nacional.
El Gobierno quiere que a finales de 1997 el 85% de la economía esté en manos privadas, contra el casi 70% actual. De nada sirve que, según las encuestas, el 80% de los ciudadanos se muestren en contra de vender a intereses extranjeros las compañías energéticas y de comunicaciones. A comienzos de este año, la venta en catarata de estos activos había proporcionado al Estado 450.000 millones de forintos (unos 360.000 millones de pesetas), más que todo lo ingresado por privatizaciones entre 1990 y 1994. La estrella ha sido el 37% de la compañía de telecomunicaciones Matav, por el que ha pagado casi 900 millones de dólares un consorcio de Deutsche Telekom y la estadounidense Ameritech.
Favorecida por su estabilidad tradicional, Hungría ha recogido casi la mitad de los 21.000 millones de dólares de inversión directa exterior en la región desde 1990. Muchas de las grandes multinacionales tienen intereses relevantes en este pequeño país, al que sólo el año pasado llegaron 4.000 millones de dólares. Ellos y la subida en flecha de las exportaciones impulsada por la devaluación han ayudado a la joya de la corona de los Habsburgo a comenzar a emerger del abismo económico.
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