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Con el Estado

Decir que el Estado debe responder a un ataque terrorista con los medios legales que habitualmente utiliza para combatir cualquier delito equivale a expresar un buen deseo situado a medio camino entre la ingenuidad y el cinismo. Todo el mundo sabe que los Estados tienen que recurrir a leyes especiales para hacer frente a ese nuevo ataque. Lo saben, sobre todo, las organizaciones terroristas, que, si rara vez consiguen su fin último, han logrado casi siempre su objetivo intermedio: extremar la naturaleza represiva del Estado, modificar los procedimientos de persecución, detención e interrogatorio, empujar a jueces y policías al borde mismo de la ley. De los Estados europeos, el británico, que presumía de disponer de la policía más civil del mundo, la única que cumplía su función sin portar más armas que la porra, ha sido el que ha dado al terrorismo la respuesta más extrema: ocupación militar, internamiento, modificación del Derecho penal, por no hablar de pruebas amañadas en juicios sin garantías procesales o de actos de guerra como el abatimiento de militantes del IRA por tiradores de élite.Nada desea más una organización terrorista de base nacional que una declaración de guerra por parte del Estado objeto de su ataque. Porque, si, en efecto, el Estado utiliza métodos de guerra, su naturaleza represiva del delito se refuerza con la revelación de su naturaleza opresiva de la nación en cuyo nombre se recurre al terror. El Estado aparece así no ya como verdugo de unos jóvenes patriotas, sino como enemigo a muerte de la nación entera de la que aquellos patriotas son los mártires. En nuestro caso, lo que en su origen es persecución de un delito se convierte en evidencia de que el Estado no duda en recurrir a métodos de guerra con objeto de imponer su dominio a una nación sometida, la vasca.

La detención, el interrogatorio, la tortura y el asesinato de Lasa y Zabala se inscriben en esa lógica de guerra desatada por las estrategias terroristas. Sus cadáveres son insoportables en sí mismos, pero lo son también porque nos están diciendo lo cerca que las fuerzas de seguridad del Estado estuvieron de responder con la lógica de la guerra al ataque de que eran objeto. En otra circunstancia histórica, con una sociedad más fragmentada y con un Estado más proclive a recurrir al Ejército y a responder con medidas de excepción -como lo fue la República desde el mismo verano de 1931-, el asesinato de Lasa y Zabala habría sido como una de las matanzas de campesinos que esmaltaron el camino hacia la Guerra Civil. Tanto como un crimen, un error político de consecuencias irreparables para una convivencia en paz.

Que la situación ha cambiado y que ni la sociedad ni el Estado se han dejado arrastrar a la guerra lo pone de manifiesto el tipo de respuesta ciudadana y del grueso de las fuerzas de seguridad a la interminable secuencia de crímenes de ETA. Ni la sociedad ni el Estado quieren la guerra: se la hacen. Ordóñez, Múgica, Tomás y Valiente no querían la guerra, como no la quieren los guardias civiles que han recogido destrozados los cuerpos de sus hijos o de sus compañeros y no han salido a vengar el crimen. Es de contención y aguante, no de represión y violencia, de lo que han dado pruebas la sociedad y el Estado frente a la barbarie a la que han sido sometidos durante 20 años.

Demuestra también esa contención el hecho de que los presuntos culpables de aquellos crímenes vayan a comparecer ante los tribunales. Por eso no puede tomarse como signo de debilidad o, peor aún, de connivencia con el crimen la exigencia de una extremada mesura a los instructores, tal vez demasiado enredados emocional y políticamente con los presuntos culpables como para que sus actuaciones aparezcan por encima de toda sospecha. Si de lo que se trata es de inculpar a los autores de una guerra sucia, entonces todo en el procedimiento debe ser limpio, incluso las motivaciones de los jueces instructores.

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