El Estado abrochado
Las piezas van cayendo en el casillero, aunque con una cierta parsimonia. Durante gran parte del siglo ha reinado en medios castellanos, es decir, en España, la teoría de que el nacionalismo catalán sostenía un doble lenguaje bien se dirigiera a un público madrileño o a los de casa. El que la declaración sea más o menos cierta resulta, en último término, irrelevante, porque si en Madrid se hubieran molestado en escuchar o leer lo que se decía en Barcelona, todos los lenguajes, reunidos en uno solo, se habrían hecho meridianamente claros.La reciente negociación entre el Partido Popular y Convergéncia i Unió, cuyo resultado no permite concluir si el pacto de legislatura es bueno para Cataluña, para España, para las dos o para ninguna, porque eso depende de qué entendamos antes por Cataluña y España, juntas o separadas, sí ha sido ocasión, en cambio, para que haya quedado constancia de a dónde debería conducir todo lo que está pasando, en caso de que la Cataluña de Pujol tuviera un día una voz determinante en la fabricación del futuro político de este país.
Vayamos a la prehistoria reciente. El pasado del president Pujol permite vincularle sin especiales dramatismos a un independentismo sosegado, ajeno a todo batasunismo, y siempre plenamente democrático. Pero Jordi Pujol, además de un hombre inteligente, es un gran político, que sabe que dios y la realidad escriben derecho con renglones torcidos. Por ello, es verosímil aventurar que el president le haya tomado gusto -aunque sin llegar a la embriaguez- a que le hagan tanto caso en España, a que los sucesivos Gobiernos españoles, de unos años a esta parte, resulten tan dúctiles y, en resumen, que se sienta cada vez más cómodo en el papel de kingmaker de las Españas, porque él, probablemente, puede preferir que haya más de una.
Es razonable suponer, también, que la evolución en la terminología de Pujol al referirse a España -a la que llama mucho menos Estado español que en otros tiempos- apunta a una revisión notable de su entendimiento del mundo. O lo que es lo mismo, los objetivos de ese nacionalismo catalán radicalmoderado cree ahora -el president que pueden conseguirse sin que desaparezca España. Bastaría con algún retoque.
Era un secreto bastante a voces, pero siempre es mejor oírselo de propia voz al interesado. El modelo se llama Quebec. No el Quebec que organiza un referéndum tras otro hasta que un día consiga el sí de la secesión, sino el, todavía canadiense, que posee unos poderes bastante más extensos que la propia Cataluña autonómica.
Qúebec se proclama una "sociedad diferente" en el con junto mayoritariamente anglófono del país; la política cultural de la belle province se halla de tal manera en manos autonómicas, que está prohibido cualquier idiorna que no sea el francés en toda clase de anuncios o rótulos, aun tratándose de establecimientos privados; la totalidad de la enseñanza se efectúa en francés, lo que deja al inglés sólo el papel de primera lengua extranjera, igual que en cualquier otro país del mundo; y hay secciones de interés quebequés en las embajadas de Ottawa. A mayor abundamiento, el temor del Gobierno federal canadiense de que a la tercera, al tercer referéndum, vaya la vencida, hace más que probable nuevas concesiones a la diferencia, hasta convertir a la provincia francófona en el primer país independiente de la historia que no tenga necesidad de proclamarlo. Lo más parecido al fenómeno quebeqúes, en lo que va de Edad Contemporánea, sería, quizá, la Hungría del Imperio Austro-húngaro, que, además, obtuvo el derecho de someter a examen cada diez años la continuidad de su asociación a la monarquía de Viena.
De igual forma, Duran Lleida, líder de Unió Democrática de Catalunya, partido de pedigrí aún más claramente independentista que Convergéncia desde los tiempos de la II República, con Josep Carrasco i Formiguera y Pau Rorneva, precisaba recientemente también las pretensiones de futuro de ese nacionalismo. Cataluña, decía, quiere ser confederal en la cultura, la lengua y el derecho civil -lo que significa independiente en esos campos-, y federal en la economía, con el derecho de recaudar sus impuestos y gozar de una agencia tributaria propia -lo que apunta a una coordinación voluntaria entre iguales- A cambio de ello, Duran Lleida renunciaba explícitamente a la independencia, diciendo, en un tono muy propio de Francesc Cambó, que ésta sería muy difícil de conseguir y, sobre todo, que no valía la pena.
Estos son los aliados del partido que representa al centroderecha nacional español.
El esquema de esta forma dibujado revestiría todas las características de una España concebida como una sociedad anónima, lo que en tiempos de tanta privatización no habría de sorprender a nadie, en la que sólo la defensa y, con remiendos, la economía y los asuntos exteriores dependerían del Gobierno central.
Una evolución de tal naturaleza no se produciría, por supuesto, sin una serie de repercusiones también periféricas. El nacionalismo vasco -que cada tanto se declara partidario de la autodeterminación- se apuntaría, cuando menos, a la cláusula de nación más favorecida; se desarrollarían en la Galicia del BNG sentimientos similares; Andalucía, para no ser menos, podría querer también ser un día algo más que un club; Canarias se entregaría al máximo desenfreno de lo guanche; y ya veríamos quién querría quedarse con la Castilla sin curvas de Ortega como pieza, al menos geográficamente, central del nuevo mecano.
Todo ello puede ser el precio mínimo a pagar para que España encuentre por fin eso con lo que anda a vueltas desde hace algún tiempo: su identidad; o, incluso, varias. Y es del todo legítimo, mientras se sostenga en paz y democracia, como lo hacen Pujol y Duran Lleida, trabajar para convencer a una mayoría de catalanes de que todo ello es lo mejor que les puede pasar a los españoles en un próximo futuro.
Pero ¿cómo se llamaría ese Estado tan lleno de remaches; unos confederales, otros federales, autonómicos todavía algunos? No parece necesario que dejara de llamarse España, al igual que se seguiría hoy llamando Yugoslavia un Estado balcánico en el que Serbia hubiera aceptado una confederación de iguales, como Croacia y Eslovenia pretendían. Más allá de denominaciones postales, sin embargo, ¿cuál sería la forma en que Cataluña podría decir que estaba vinculada a España, o al resto de España?
Este país se convertiría en un Estado-abrochado, en el que Cataluña no sería parte de una confederación, ni de una federación, ni de un sistema de autonomías, sino que estaría abrochada con unos botones, o presillas, que aprietan menos, a lo que fuera institucionalmente entonces el Estado español.
Y no parece óptimo que se hable tan poco de ello, que se haga tan superficial caso a lo que dicen Pujol y Duran; como no lo es que el PSOE haya preferido pasar de puntillas sobre sus alianzas nacional-catalanas, sin promover el más mínimo debate en tomo al posible engarce de estas cuatro quintas partes de la Península, confiando, quizá, en que Azaña tuviera razón cuando auguraba en tiempos de la República que las autonomías se irían quedando en manos de talentos menores, mientras expedían al Estado central lo mejor de sí mismas. De igual manera, el PP parece hoy en el peor de los momentos para promover una polémica en la que se vería obligado a desmentir posiciones, postulados, axíomas, teoremas y todo tipo de antiguas sensaciones biliares por mor de seguir gobernando.
Y de esto habría que hablar para que nadie se llamara a engaño y se viera que la democracia por sí sola, en su bella simplicidad del un individuo, un voto, no soluciona todos los problemas. Por lo menos, no el de ¿qué es España?, en la eventualidad por verificar, salvo posiblemente en América -Latina, de que sea algo.
Porque también sería perfectamente legítimo que hubiera quienes prefiriesen, agotados de tanto puntillismo institucional, la pura y simple desaparición de España, con suerte, en el seno de una Europa unida, o, sin tanta fortuna, reconvertida en una nueva CEI, que hiciera juego con la antigua URSS en esta punta de Europa, a que empezaran a abrochársele cosas. No sea que en vez de un país pareciera esto una botonadura.
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