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El pacto PP-CiU en Cataluña

El miércoles 15 de mayo escuchaba a través de Com-Radio, en Barcelona, un comentario sobre la resolución del Tribunal Supremo relativa a la enseñanza en catalán y en castellano y en un momento determinado intervino una oyente que tras expresar su satisfacción por la decisión del tribunal concluyó con la siguiente frase: "Y que el señor Vidal Quadras se tome una tila". Naturalmente, la expresión de una oyente no equivale a la opinión de la inmensa mayoría, pero cualquiera que conozca la realidad catalana sabe que mucha gente piensa lo mismo, o sea, que identifica al dirigente del PP en Cataluña y, en general a todo el PP, como el gran adversario de la normalización lingüística en Cataluña. Y entre los que piensan esto y lo siguen pensando después del pacto entre CiU y PP están muchísimos votantes de Convèrgencia i Unió. Ésta es una de las contradicciones políticas que se viven hoy en Cataluña. Y aunque es cierto que el clima político se ha serenado hay muchos interrogantes latentes que no tienen una respuesta fácil ni convincente. Y éste es uno de ellos.Hay otros. Por ejemplo, el interrogante sobre el nacionalismo. En los últimos años el nacionalismo preconizado por Jordi Pujol y por CiU ha perdido perfiles porque se ha difuminado a su vez el elemento clave de su teoría nacionalista, o sea, la referencia a un adversario exterior. Cuando estalló el asunto de Banca Catalana, a los socialistas catalanes se les llegó a apedrear a la salida del Parlamento y durante un tiempo el partido y el Gobierno socialistas fueron el gran adversario de Jordi Pujol, de CiU, de la Generalitat y, por tanto, de Cataluña. Las sucesivas victorias de los socialistas catalanes en las elecciones generales y en las municipales desmentían una y otra vez esta simplificación política, pero las sucesivas victorias de CiU en las elecciones autonómicas la reafirmaban. La tensión acabó por ceder y después de las elecciones de 1993, el PSOE y CiU llegaron a un acuerdo que desconcertó a muchos, pero que, sin duda, despejó muchas brumas y aportó serenidad.

La última fase de este proceso ha sido la más dura y complicada. El PP intentó -y consiguió- romper el acuerdo citatdo con una durísima campaña en la que llegó a tocar fibras muy profundas de la sociedad catalana y causó heridas difíciles de curar. En la calle y en los actos electorales mucha gente me preguntaba si se podría seguir estudiando y hasta hablando en catalán en caso de que el PP ganase las elecciones. Era una pregunta tremenda, que traducía miedos históricos todavía no superados y que, desde luego, no se correspondía con la realidad, pero que expresaba, en su elementalidad, la profundidad de algunos de los agravios vertidos en aquellos tres años de hostigamiento y en la propia campaña electoral. Por eso reapareció con fuerza la dialéctica del adversario exterior, esta vez encarnado sin muchos matices por el PP. Y por eso aquella dialéctica no fue esgrimida sólo por el nacionalismo militante, sino también por mucha otra gente.

Pasaron las elecciones y de golpe se anunció que a cambio de un importante porcentaje del IRPF, de la sustitución de los gobernadores civiles por delegados, de la atribución del control de tráfico en Cataluña -multas incluidas- a los Mossos d'Esquadra y algunas promesas sobre la Ley del Suelo y la Ley de Costas, aquel adversario exterior tan duro y tan desaforado dejaba de serlo. Y hasta su máximo líder, el señor Aznar, profundo desconocedor por lo que se vio de la sociedad catalana, pensó que era necesario dorarle la píldora con unos halagos a la lengua que todo el mundo se tomó como una broma de mal gusto.

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Ya sé que estoy simplificando y que los pactos de gobernabilidad tienen otras dimensiones. Pero ésta es más importante de lo que se cree. Y lo es porque ha provocado una gran desorientación entre los militantes y los votantes de ambas formaciones y, sobre todo, porque ha difuminado casi por completo el nacionalismo de Jordi Pujol y de CiU al eliminar el último adversario exterior que le quedaba.

Personalmente, creo que esta eliminación es un factor positivo para la propia sociedad catalana, que finalmente tendrá que buscar su identidad en su propia estructura y en su propio desarrollo. Pero hoy por hoy es un factor de desconcierto muy grande porque no es fácil que los votantes de CiU se resignen a aceptar que la máxima expresión del nacionalismo catalán es ir del brazo con el PP ni es fácil que los votantes del PP acepten sin rechistar que su papel es ejercer de acompañantes de segunda o de tercera del Gobierno de Jordi Pujol.

Una de las consecuencias de todo esto es que el centro de atención de mucha gente se situara en otros problemas y, muy concretamente, en los problemas y en las contradicciones de la propia sociedad catalana. Así, por ejemplo, muchos que no lo sabían o no querían saberlo acabarán comprobando que la estructura administrativa y territorial de la Generalitat es casi una copia literal del Estado centralista español de antes, que las estructuras comarcales se han convertido en muchos sitios en simples centros de clientelismo, que el Gobierno de la Generalitat es uno de los que ha generado más déficit y difícilmente puede dar lecciones de rigor y de austeridad y que todo el entramado se sostiene en tomo a una sola persona, el propio Jordi Pujol, que además está entrando ya en una fase decisiva de su vida política sin que se perfile ningún sucesor creíble.

Se comprobará también que este nacionalismo se ha quedado sin proyecto político, sin modelo para Cataluña ni para España, después de deambular por el modelo yugoslavo, el modelo lituano y ahora el modelo de Quebec. Y se comprobará finalmente que el acuerdo entre CiU y PP no es igual que el acuerdo entre CiU y PSOE. En definitiva, convergentes y socialistas son tan representativos el uno como el otro de la Cataluña política y cultural y han compartido -junto con otras fuerzas- la lucha por la autonomía, un presente y un pasado que cuentan mucho y que, desde luego, CiU no puede compartir con el PP. Para decirlo de otra manera: si hasta ahora Cataluña se había movido en una línea general de centro-izquierda, los acuerdos actuales conducen a CiU y, por tanto, a una buena parte de Cataluña, hacia la órbita de la derecha.

Es lógico, por consiguiente, que en Cataluña se empiece a plantear un debate de gran cala

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do político y cultural sobre las consecuencias de los pactos actuales y sobre la posibilidad de forjar una alternativa capaz de ganar las próximas elecciones autonómicas dentro de tres años. Aunque sólo se hayan efectuado unos tanteos preliminares y se hayan avanzado unas líneas de avance, este debate sólo puede dar frutos si se hace en serio, o sea, si no se pierde en combinaciones por arriba, en conversaciones de cenáculo o en combinaciones de cúpulas de partido. Ni imitaciones de olivos, ni frentes políticos con siglas ni ejercicios de laboratorio.

Está por ver, todavía, si las contradicciones y las perplejidades que ha provocado inicialmente el pacto entre CiU y el PP se profundizarán o serán anestesiadas y absorbidas por una eficaz política de comunicación -pues no hay que olvidar que ambas fuerzas controlarán ahora casi todos los medios públicos de comunicación en Cataluña- o por la posible bondad de algunos resultados o simplemente, por el deseo ampliamente mayoritario de tener paz y tranquilidad. Está por ver, también, si las fuerzas que aspiran a forjar una alternativa están en condiciones de definir la con claridad, o sea si serán capaces de generar las ideas fundamentales y si sabrán superar personalismos, protagonismos partidistas y dificultades tradicionales de comunicación.

En definitiva, no basta con declaraciones de buena voluntad o con catálogos de denuncias. Se trata más bien de formular proyectos sobre los temas grandes y los menos grandes -la descentralización efectiva de la Generalitat, la potenciación de los municipios, el impulso de una cultura moderna que conecte. a todos, jóvenes y maduros, con las tendencias progresistas aquí y en todo el mundo, la defensa efectiva de las políticas sociales y el empleo, el papel motor de Cataluña en España y Europa, la solidaridad dentro y fuera de nuestras fronteras, el fomento de las más diversas formas de organización social, la igualdad efectiva de los sexos, la libertad, la tolerancia y la asunción efectiva del pluralismo.

Unos y otros dicen que el pacto entre PP y CiU es histórico, porque por fin la derecha y el nacionalismo se empiezan a entender. Ya veremos. Lo que sí creo es que este pacto abre una nueva situación en Cataluña, hoy todavía en germen y sin duda más clara en un futuro próximo. Por eso debemos seguir las evoluciones del asunto con mucha atención y empezar a crear las bases de una nueva mayoría plural, con formas de organización y de presencia muy diversas y enraizada en todos los rincones de Cataluña. Creo que sería nuestra mejor aportación al nuevo centro-izquierda que reclaman los tiempos, aquí y en todas partes.

Jordi Solé Tura es diputado por el PSC-PSOE.

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