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Tribuna
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"Yesterday"

Penetré muy fogoso en el Retiro por la puerta de la Independencia, convencido de que nada ni nadie podría frenar mi jogging urbano, pero, lo que son las cosas, al coronar la cuesta del paseo de México me quedé prendido en la música del sexteto andino que actuaba allí arriba, frente a la fuente de los Galápagos. Cortas estaturas, largas cabelleras negras. Eran buenos, e instrumentistas versátiles, alternando los solistas. Cantaron primero al Perú, su patria, y luego al Ecuador, y ya mi mente se echó a volar y pensé mucho en Cuzco, una ciudad en la que jamás he estado pero que me acude con frecuencia a la azotea y me llena de nostalgia, como si hubiéramos tenido mucho que ver ella y yo, bien en esta vida o en alguna existencia pretérita. ¿Inca transmigrado? No me pega, pero nunca se sabe. Los músicos nos llevaron después por Colombia, Venezuela, y afloraron por mis mientes recuerdos reales, vividos: aquella tarde feliz en Guatavita junto a mis coleguillas colombianos, ellos y yo bien mamaos, repletos de néctar como odres, celebrando aún sin pausas el apoteósico triunfo de María Dolores Pradera la noche anterior en Bogotá. Cantan con brío los peruanos aquí en el Retiro madrileño, y, entre añoranzas y emociones, se me inscriben ahora allá por las meninges, o a saber, dos hermosas palabras, "Hispanoamérica", "hispanoamericano". Creo que he mirado instintivamente a diestra y siniestra: ¿se habrá dado cuenta el público de esta tremenda transgresión? Porque son términos prácticamente erradicados de nuestro vocabulario, proscritos, y, sin embargo, es lo que yo siento en la maña na primaveral de nuestro parque emblemático. Pienso en lo afortunados que somos los españoles al tener estos hijos distintos pero en absoluto distantes, que nos traen al Retiro su música evocadora, tan exótica y variopinta, y tan nuestra; que nos cantan y nos cuentan su alegría y su dolor, que nos hablan de amor y de pasión, que todavía aman a la "Madre Patria" a pesar de todas las sevicias y marginaciones pasadas y presentes. Sí, Hispanoamérica.El día domingo había amanecido con uno de esos firmamentos de azul purísimo que sólo pueden contemplarse , y cada vez más de tarde en tarde, en Madrid. A lo largo de la mañana fueron apareciendo blancas nubes, consolidándose, y a mediodía ya cubre el Retiro una cúpula grisplata, luminosa y londinense, momento que aprovechan los músicos, cual si hubiesen estado esperándolo, para anunciar la interpretación de Yesterday, que atacan en el acto. Y no es que la flauta andina realce la belleza de un tema para mí tan inmortal como el Adagio de Albinoni, pero algo mágico flota sobre el país (EL PAÍS, por cierto, titula su primera página El cambio de Gobierno ha acabado con la crispación política) y sobre mi ánima, (le modo que inmediatamente all my troubles seem so far away (todos mis problemas parecen remotísimos) y allá en la buhardilla de mi ser florecen los recuerdos como si me fuera a morir de un momento a otro. Y morir de gozo, que es lo bueno. Aquella mañana inolvidable en la taberna de Strand-on-the-Green, ante la que fluía un Támesis desbocado arrastrando ramas y árboles. Una tarde de vino y rosas con Julie Felix y Dusty Springfield en Chelsea, en el apartamento de esta última. Noches locas del MIDEM, arrulladas por la sinfonía de los estorninos noctámbulos sobre las palmeras de La Croisette...

Medio en trance, prosigo mi paseo por el Salón del Estanque. El guiñol, la marioneta-pajarraco, dos tancredillos de a pie vestidos de periódicos, un tancredón blanco e inmaculado, con pedestal y chistera, dos pequeñísimos violinistas que me enternecen al trasponer la plaza de Honduras, tres rastafaris que no se comen una rosca en el acceso a la rotonda del palacio de Cristal. Tienen bastarite mala pintilla, pero ¡los quiero!, porque en este momento sublime tó er mundo es güeno. Releo las didácticas explicaciones botánicas al pie de los árboles, franqueo los puentecillos sobre el pequeño Kwai municipal camino de la Rosaleda, me sumerjo en el aroma de ésta. ¡Qué bueno es el Ayuntamiento!

Yo también siento que soy bueno, siento lo bueno que es sentirse bueno y, mientras una ardillita confianzuda corre desalada hacia mí, como si fuera su abuelito, me percato de que amo al señor Álvarez del Manzano como a mí mismo y doy las gracias a un Dios en el que no suelo creer.

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