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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Los GAL y nosotros

HACE CASI una década que desaparecieron los GAL, pero ello no ha impedido que ETA siga matando. Se demuestra así la falacia de quienes invocan lo sucedido entonces para justificar sus crímenes de ahora, con la pretensión de que ese pasado acredita su teoría de las dos violencias simétricas, que sólo podrían superarse mediante una negociación política. Pero aunque la historia de los GAL pertenezca al pasado, no está tan alejada como para que deje de afectarnos hoy. Quienes concibieron y llevaron a la práctica ese episodio de guerra sucia siguen ahí, al igual que el recuerdo de sus víctimas.No es, como seguramente desearía la mayoría de los ciudadanos, un asunto pretérito, que pueda, archivarse sin más. En primer lugar porque la seguridad jurídica que garantiza el Estado de derecho exige que su funcionamiento sea independiente de las conveniencias, de cada momento. Aunque sí es exigible un comportamiento prudente de los jueces, que evite al menos que el pasado invada el presente hasta el punto de condicionarlo más allá de cualquier medida. Precisamente porque, como ha dicho uno de ellos, también les jueces son Estado, comparten la responsabilidad de evitar su suicidio: el del Estado democrático, que está obligado a defender a los ciudadanos frente a la implacable amenaza terrorista.

Pero defender al Estado democrático también significa impedir que queden impunes los crímenes cometidos falazmente en su nombre. La sociedad no puede dejar de sentirse concernida por los hechos que relata el juez en el auto de procesamiento sobre el asesinato de los presuntos etarras José Antonio Lasa y José Ignacio Zabala en 1983. Si esos hechos son ciertos, carece de fundamento el argumento según el cual la lucha contra ETA obliga a veces, como ha afirmado el teniente general Sáenz de Santamaría, "a actuar en el filo de la legalidad, unas veces un poco por el borde de dentro y otras veces un poco por el de fuera". Secuestrar, torturar y asesinar, como parece que hicieron guardias civiles del cuartel de Intxaurrondo con Lasa y Zabala, es algo más que bordear ese límite. Significa que los encargados de velar por el cumplimiento de la ley la han violado a sabiendas y con pretensión de impunidad. Ninguna interpretación de la legalidad, por más laxa que fuera, podría avalar esos comportamientos en un Estado de derecho.

Los estrategas de los GAL no previeron, seguramente, los efectos retardados del mecanismo que ponían en marcha. De haberlo hecho, no hubieran optado por una vía que ha contribuido decisivamente a prolongar la vida de ETA durante una generación y a dar cobertura a su alucinación de enfrentamiento entre dos ejércitos. En definitiva, a favorecer el designio de los terroristas de deslegitimar al Estado y en particular a su aparato de seguridad.

Pero a medida que progresa la investigación judicial y se hace plausible la configuración de los GAL como un entramado surgido desde el propio aparato del Estado, el asunto vuelve a cargarse de connotaciones políticas difícilmente separables de las judiciales. De poco sirve negar que en un tiempo se adoptó la decisión de combatir el terrorismo con terrorismo a la vista de los indicios y testimonios contra altos mandos militares y pólíticos de la seguridad del Estado. De la mano de los jueces, los GAL se han convertido ya en un asunto del Estado y de la sociedad en su conjunto. En octubre de 1994, el PP amenazó a los socialistas con "reabrir el caso GAL" en respuesta a la pretensión de éstos de incluir entre los trabajos de la comisión de financiación de los partidos "un asunto ya sentenciado", en referencia al caso Naseiro. El caso GAL no lo reabriría el PP, sino, apenas dos meses después, Amedo y Domínguez con sus declaraciones periodísticas y judiciales. Hay motivos para pensar que ese desenlace era difícilmente evitable, a la vista de los antecedentes. Pero nadie lo previó, y ahora es toda la sociedad la que se ve sumida en la perplejidad; incluyendo los nuevos gobernantes. El Gobierno del PP es el primero de la democracia española que nada tiene que ver con la guerra sucia contra ETA, pero aun así los GAL se han convertido en uno de sus primeros y más graves problemas.

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